Cuando hay pobreza, el derecho por más lindo que verse es papel picado y serpentina. Hoy en Argentina diez millones de pibes son pobres. Viven en villas, asentamientos, ranchos, barrios populares. Se atienden en hospitales cada vez más deteriorados. Van a escuelas que, a pesar de la voluntad de sus docentes, se caen literalmente a pedazos. Más de un millón de ellos trabajan antes de la mayoría de edad, cartoneando, cosiendo, cuidando personas, limpiando casas, changueando.
La vida les es dura, y la droga parece ser un aliciente, un falso desalienante. En el prólogo del libro Ciudad Blanca, Crónica Negra el periodista y diputado santafesino Carlos Del Frade comenta la breve historia de un joven de 16 años del Gran Rosario que confiesa: “Voy a vivir hasta los 21 años. Nada más. Esto lo tengo claro. Mi vida pasa por un par de buenas llantas, tener cargada la tarjeta del celular y poco más”. En un clima adverso, el proyecto de vida escasea, la expectativa de seguir respirando también.
La droga está ahí, latente. Es siempre de la mala, la que mata lenta y sistemáticamente. Hay muerte por consumir droga, hay muerte por comprarla, hay muerte por vivir de ella. La corrupción es una copa invertida que se encubre por arriba y se descubre por abajo. El delito, las armas y el narcotráfico encuentran en la desigualdad un caldo de cultivo. Cuando hay exclusión, hay alguien arriba que evidentemente usa, titiritea y descarta. Son funcionarios públicos, mafiosos con casas en Nordelta, empresarios precarizadores, y claro está, su señoría: la policía.
Y en este universo aparece la historia de Luciano, que es la historia de miles y miles de pibxs de barrios populares de todo el país. Quizá si hubiese nacido en otro lugar en el mundo, en otra clase, su historia de increíble valentía sería recordada por cientos de miles de argentinos y argentinas. Pero no, Luciano nació negro, pobre y villero, por eso murió, por eso aún no obtiene justicia su familia, por eso año tras años cientos de militantes tiene que hacer el esfuerzo de mantener en agenda su vida.
Para quienes aún no conocen el caso: Luciano Nahuel Arruga, matancero, desapareció el 31 de enero del 2009. Distintas pruebas demostraron que Luciano había pasado por la Comisaria 8va de Lomas del Mirador donde operaban los efectivos Néstor Díaz, Ariel Herrera, Martín Monte, Oscar Fecter, Daniel Alberto Vázquez, Damián Sotelo, José Márquez y Hernán Zeliz de la Policía Bonaerense. El joven había sido hostigado previamente por varios de estos efectivos. Incluso en mayo del 2015 se logró la condena a 10 años de prisión para Diego Torales quien había ejercido torturas sobre Luciano en septiembre del 2008. El motivo de tanta persecución: negarse a robar para una red delictiva manejada por policías. Decir NO. Sostener su dignidad.
Durante 5 años Luciano fue un detenido–desaparecido. En el medio se logró hacer del destacamento donde fue torturado un espacio para la memoria. Todo gracias a lucha de su hermana Vanesa Orieta, su madre Mónica Alegre, sus otros familiares, sus amigos y distintas organizaciones políticas, sociales, sindicales y de Derechos Humanos. Fueron años de marchas, festivales, amenazas, juicios, reuniones con las autoridades municipales y provinciales que no servían de mucho (a cargo de Fernando Espinoza y Daniel Scioli respectivamente).
El 17 de octubre de 2014, y según pericias oficiales, se pudo determinar que un cuerpo había sido enterrado como NN en el cementerio de la Chacarita luego de un accidente automovilístico. Eran en verdad los restos de Luciano. Inmediatamente los medios masivos de (des)información se olvidaron del detenido-desaparecido y se ocuparon de cubrir solo al atropellado. Según ellos, Luciano nunca había sido hostigado y torturado, el Estado nunca había decretado la inacción voluntaria sobre el caso; era todo un invento de militantes que querían culpar a la policía a como dé lugar.
Según testigos (incluido el mismo automovilista que lo embistió) cuando Luciano fue atropellado, cruzaba aturdido y descalzo la Av. General Paz a la altura de Emilio Castro. Detrás se veía un patrullero. El mismo patrullero que recluta pibes para delinquir, el mismo que asegura las zonas liberadas para el narcotráfico, el mismo que coimea, el mismo del gatillo fácil, el mismo de la pobreza, el hambre, la desigualdad. Ese patrullero mató a Luciano, y sigue matando a miles de Lucianos más.
Hoy se cumplen 15 años sin Luciano. Su caso es testigo de una realidad evidente e inobjetable: detrás de un hecho delictivo llevado a cabo por un joven pobre, hay siempre una estructura más grande que convive, el cómplice o principal beneficiario. Esas estructuras tienen distintas terminales estatales, políticas, empresariales. Pero siempre la mano dura es con el pibe. La Doctrina Bullrich, la misma que impera en estos días, siempre hace de la justicia una serpiente que solo muerde a los descalzos. Descalzos como Luciano, que cruzó en patas la General Paz segundos antes de que lo atropellaran.
Pero para estas monstruosas estructuras no siempre todo sale bien. A veces hay un negro que dice no, y detrás de ese negro hay un barrio organizado que grita ¡Justicia!