El viaje del presidente argentino Javier Milei a Israel, Italia y el Vaticano estuvo entre los grandes asuntos de actualidad en los últimos días. No por el peso político de Milei en cuestión sino por las posibles consecuencias tras el anunció sobre el traslado de la embajada argentina a Jerusalem en el actual contexto que vive el país.
Desde la cancillería la ministra de relaciones exteriores Diana Mondino ya anticipó que el traslado de la embajada no es prioridad en la agenda al tiempo que adelantó que dicho movimiento podría demorar años en ser concretado. A su vez, la propuesta podría naufragar en el Congreso, ámbito donde la actual gestión hasta el momento ha cosechado derrotas, lo cual anticipa ser un pésimo augurio no sólo para cuestiones como esta sino para otras más urgentes que importan al gobierno.
Las declaraciones de Mondino despejan dudas respecto de la cuota de poder real que ostenta el presidente argentino pese a sus propias pretensiones ideológicas y concretas como máxima autoridad del país.
Si bien en los hechos parece improbable un movimiento de estas características, no hay que descartar que el anuncio de Milei sobre el traslado de la embajada pueda ser leído como una provocación con consecuencias ya conocidas para el pueblo argentino. El antecedente inmediato es el alineamiento “carnal” del presidente Carlos Menem con los Estados Unidos, situación que algunos analistas apuntan como motivo que desencadenó los atentados contra la AMIA y la DAIA.
Mientras tanto, el gobierno argentino se tambalea entre la falta de apoyo en el Congreso que traba su agenda y la cada vez mayor presión social producto de la grave crisis económica que vive el país. La antipatía de grupos terroristas de actuación internacional es algo que claramente la Argentina no precisa pese a la apuesta de Milei por forjar una enemistad cuyas consecuencias podrían llevar al país a una situación aún más sombría.