En política, como en la vida, no alcanza con tener buenas intenciones. Hace falta dirección, consistencia y, sobre todo, sentido. Algo de eso se juega en el surgimiento de Fuerza Patria, ese nuevo intento de reordenar al peronismo (y alrededores) tras el sismo que implicó la llegada de Javier Milei al poder. Un armado que quiere expresar algo más que una sumatoria de siglas: aspira, al menos en el papel, a convertirse en la respuesta organizada al desbande institucional, económico y social que atraviesa la Argentina.
Sin embargo, todavía hay más preguntas que certezas. ¿Qué es Fuerza Patria? ¿Un paraguas táctico o una síntesis estratégica? ¿Un espacio para resistir o una herramienta para gobernar? ¿Una señal de madurez o una urgencia electoral? A veces parece más una mesa larga con demasiados platos fríos que un fogón donde se cocina futuro. Y en ese “no saber bien qué se quiere ser,” se corre el riesgo de terminar siendo cualquier cosa.
La cuestión es simple: no se puede pretender representar sin interpretar. Y para interpretar este momento, hay que mirar más allá del microclima. Hay que salir del WhatsApp de los dirigentes y pisar el barro real. Mientras se discuten listas, nombres y equilibrios internos (cuestiones que, aunque a veces se caricaturicen, también son necesarias), lo importante no es solo qué se discute, sino cómo se hace: con generosidad de quienes tienen más poder hacia quienes tienen menos, con vocación de construcción y no de encierro. Repartir juego es parte de cualquier política saludable.
Pero el problema aparece cuando eso se transforma en lo único que importa, cuando lo estratégico se diluye en lo táctico y la mirada de país se reduce al armado electoral. Porque si el menú son solo cargos, el pueblo no se sienta a la mesa.
En ese clima, hay un dato que se impone con crudeza: cada vez menos gente va a votar. Como quien dice, el horno no está para bollos. Y si el pueblo no siente que lo que está en juego le cambia la vida, optará por quedarse en casa, cruzarse de brazos o ir directo al sobre con bronca.
Esto no es nuevo, pero ahora se volvió estructural. La política, si no logra reconstruir confianza, se vuelve como una tele encendida de fondo: suena todo el tiempo, hay voces, gestos, ruido… pero nadie la mira. Está ahí, pero ya no interpela. Y el problema no es solo el desencanto, sino la desconexión: para una parte creciente de la sociedad, todos parecen lo mismo. “Mismo perro con distinto collar”, dicen por ahí. Y a veces no les falta razón.

Pero incluso en ese paisaje hay señales. Una, en particular, que merece atención: cuando se habla con la gente común, con cualquier vecino o vecina de a pie, sin importar a quién vote, la mayoría sigue respondiendo que “el gobierno debería hacer esto” o “el Estado tendría que encargarse de aquello”. Incluso quienes dicen estar de acuerdo con Milei o con ideas liberales, a la hora de pensar soluciones concretas, terminan reclamando la presencia del Estado. Para frenar la inflación, para garantizar la seguridad, para controlar los precios de los alimentos, para que haya un hospital cerca.
Esa es una clave profunda del sentido común argentino. Y no conviene subestimarla. Porque más allá de las modas ideológicas, la experiencia cotidiana indica que los problemas grandes no se resuelven solos. La gente no está pidiendo menos Estado: está pidiendo un Estado que funcione, que no la abandone, que no se esconda detrás de excusas ni se convierta en una máquina burocrática que expulsa. “Cuando el carro anda, los melones se acomodan”, dice el dicho. Pero si no hay carro, no hay rumbo, y los melones se pudren en el suelo.
Y tal vez por ahí haya una oportunidad. Si el nuevo armado quiere ser algo más que un refugio electoral, debería poner ahí el eje: en construir un proyecto que recupere el rol del Estado no como un fetiche, sino como una herramienta concreta para ordenar, cuidar y proyectar. Porque lo que está roto no se arregla con slogans de TikTok, ni con nostalgia, ni con una interna eterna por los lugares en la lista. Se arregla con políticas públicas, gestión y una narrativa que no le hable solo a los convencidos.
Claro que esto requiere algo incómodo: dejar de pensar solo en el corto plazo. Porque si no hay horizonte, no hay convocatoria. Y si no hay convocatoria, la política se vuelve un club cerrado donde siempre ganan los mismos (y siempre pierde el pueblo). Es como cuando uno intenta llenar un tanque pinchado: podés cargar y cargar, pero si no tapás la fuga, el auto no arranca nunca.
Fuerza Patria puede ser una oportunidad. Pero para eso tiene que evitar mirarse el ombligo y empezar a mirar al país. La unidad no alcanza si no se sabe para qué. El futuro no se improvisa. Y la representación no se decreta: se construye.
La tentación de jugar a lo seguro, de hablar sólo a los propios o de repetir fórmulas conocidas, es comprensible. Pero estamos en otro tiempo. Uno donde el dolor social es profundo, pero también lo es la intuición colectiva de que el mercado por sí solo no va a salvarnos. Hay una demanda latente (a veces desordenada, a veces muda) que no quiere más marketing ni más indignación televisiva. Quiere soluciones, quiere conducción, quiere destino.
Porque al final del día, el que mucho abarca, poco aprieta. Y si en esta Argentina de 2025 no hay ideas claras, ni proyecto, ni coraje para asumir errores, ni audacia para probar algo nuevo, la política va a seguir hablando sola. Y la sociedad, cansada, le clava el visto y sigue de largo.










