Cuando el mundo miraba cómo dos aviones derrumbaban los edificios más emblemáticos de Nueva York, nadie se imaginaba que el mundo iba a cambiar para siempre. El ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono produjo uno de los cambios más profundos y veloces en la historia de Estados Unidos.
Los atentados del 11S generaron movimientos en la Casa Blanca, que como suele suceder, repercutieron en todo el planeta. A menos de un mes de los atentados, Estados Unidos lanzó la Operación Libertad Duradera, destinada a dar caza del líder de Al Qaeda, Osama bin Laden.
Y el 26 de octubre de ese año, el Congreso aprobó la Ley Patriótica, un proyecto de vigilancia ciudadana mundial en un país que se jactaba de la defensa de los derechos civiles y la plena libertad. La Ley Patriótica sirvió para generar registros telefónicos y de internet de ciudadanos estadounidenses y extranjeros, expuestos en 2013 por Edward Snowden.
En 2010 el Washington Post publicó que en Estados Unidos existían 1.271 organizaciones gubernamentales y 1.931 compañías privadas relacionadas con el contraterrorismo, la vigilancia y la inteligencia, empleando a 854 mil personas.
Ante el ataque, las autoridades estadounidenses respondieron con mecanismos legales que le permitieron al país llevar adelante una “guerra contra el terrorismo” permanente y global. Una guerra contra un enemigo, en la que todo parecía valer, porque se desarrollaba en nombre de la democracia y los valores occidentales.
Sin embargo, la infraestructura para esa guerra ya había sido desarrollada y puesta a prueba en la década previa a 2001, como en la guerra contra Irak, el bombardeo de Yugoslavia y la guerra contra Al Qaeda.
“Tras el derrumbe del socialismo, fue preciso la invención de un nuevo enemigo. Ese enemigo fue precisamente el terrorismo. A partir de estos años y los siguientes, el enemigo fue reinterpretado, en el sentido de comprender todo lo que se considerase una amenaza contra el orden capitalista existente” explica para ARGMedios Jairo Estrada, director académico de la maestría de Estudios Políticos Latinoamericanos de la Universidad de Colombia.
Pese a la contraofensiva de Estados Unidos, su cambio de política exterior con la guerra contra el terrorismo, el 11S marcó el inicio de la pérdida de hegemonía de Estados Unidos con respecto a otros países.
Guerra contra el “terrorismo” en América Latina
Ahora bien: los países de América Latina y el Caribe enfrentaron presiones para contribuir de manera decisiva al combate al terrorismo, tanto en términos de proveer un apoyo moral, como logístico y financiero a esta causa.
A partir de allí, el presupuesto para la defensa en América Latina y el Caribe, al igual que en el resto del mundo, se incrementó. Por eso, durante el 2005 y 2006, Estados Unidos financió a la par en América Latina y el Caribe programas de asistencia militar y policial, además de asistencia económica y social.
“Tras el derrumbe del socialismo, fue preciso la invención de un nuevo enemigo. Ese enemigo fue precisamente el terrorismo”
Desde entonces, el incremento del gasto militar se ha traducido en una mejora de los aparatos de las fuerzas armadas y, muy especialmente, en importantes compras de armamento, hasta el punto que hoy América Latina es una de las regiones mundiales dónde llegan más armas.
La política exterior de Estados Unidos en América Latina y el Caribe continúa —como lo fue en el pasado— dirigida a ejercer un indiscutible e indisimulado control sobre las políticas internas de los países de la región.
La militarización que ha sufrido Latinoamérica y el Caribe se refleja en las innumerables intervenciones y agresiones militares efectuadas por Estados Unidos en casi todos los países del continente. Según explica Jairo Estrada “el imperialismo ha implementado diferentes tácticas de golpes blandos, de sabotajes y desestabilización y de militarización abierta”.
El Plan Colombia es la cristalización de la militarización impulsada por Estados Unidos para Latinoamérica. Con la excusa de la guerra contra el narcotráfico, el país cafetero se transformó en el patio trasero de Estados Unidos y uno de los laboratorios del neoliberalismo en América Latina. La dominación colonial se completó con la instalación de bases militares y tropas en su territorio y el despliegue del Plan Colombia.
De hecho, Colombia es uno de los países que más dinero recibe de Estados Unidos para proyectos militares o de seguridad. El Plan fue concebido como un esfuerzo para la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.
Entre los años 2000 y 2005, el Plan Colombia recibió 2.800 millones de dólares, aunque las ayudas desde el Departamento de Defensa en Colombia se estimaron en 4.500 millones de dólares.
En 2005, la Administración Bush pidió fondos adicionales al Congreso para el Plan y se aprobó el envío de de 463 millones de dólares a través de la ACI (Iniciativa Andina Contra las Drogas, en sus siglas en inglés) y 90 millones de dólares más a través del FMF (Financiación para Fuerzas Militares Extranjeras, en sus siglas en inglés) del Departamento de Defensa estadounidense.
“Con los hechos del 11 de septiembre de 2001, el terrorismo fue proyectado mundialmente. Y de esta manera, lo que era el combate contra el terrorismo a nivel mundial, se extendió contra todas las expresiones de la movilización social y popular”, agrega Jairo Estrada.
Y detalló: “de esta manera, las luchas populares fueron inscriptas como parte de las acciones terroristas. Tanto las acciones reivindicativas del movimiento social, así como las movilizaciones y protestas de los campesinos”.
La participación e influencia de las agencias de inteligencia y seguridad de Estados Unidos, a través de estos acuerdos de cooperación militar, han convertido a Colombia en el tercer receptor de ayuda económica militar en el mundo, tras Israel y Egipto.
Excusas para instalar bases militares
El desarrollo militar en la región también se refleja en las numerosas bases militares norteamericanas existentes en el continente. Para ser más precisos, Estados Unidos cuenta con 700 bases e instalaciones militares alrededor del mundo. Cerca de una veintena están en América Latina. La lista la encabeza Colombia con siete bases.
El control imperialista también se da por agua, con la reactivación en 2008 de la IV Flota norteamericana como parte de un proceso de refuerzo de las “operaciones contra el tráfico ilegal de drogas y la lucha contra el terrorismo en América Latina”.
Este hecho ha causado un profundo malestar en la mayoría de países de la región, que ven un regreso a las políticas intervencionistas y de control de Estados Unidos en esta parte del continente, y también una agresión a sus soberanías territoriales y marítimas.
El valor estratégico que el imperialismo le asigna a su política de gendarme y de penetración militar no se trata hoy solamente de asegurar el saqueo y la depredación vía la Alianza del Pacífico, sino de ser retaguardia ante la eventualidad de tener que intervenir en alguna situación que se salga de la lógica o la previsibilidad del control de la región.
“Hay una dinámica de tergiversar los términos y hacerlos funcionales acorde a los intereses de cada momento. Después del atentado de las torres gemelas, para reafirmar su poder, Estados Unidos trató de establecer un nuevo enemigo, debido a que el comunismo ya había caído. Esto estuvo dirigido hacia cualquier pueblo u organización que atentara contra la libertad y la vida occidental”, explicó para ARG Paula Kachko, socióloga y coordinadora en Red en Defensa de la Humanidad.
“Por eso empiezan a tildar de terrorista a todo lo que se salga de la democracia burguesa del capitalismo”, agrega. “En Perú, esta cuestión está a flor de piel, porque el país todavía no ha podido procesar el terrorismo de Estado que dejó Fujimori, y por eso en la política local se siguen agitando viejos fantasmas”.
El resurgimiento de gobiernos progresistas
La guerra contra el terrorismo sacó el foco de Estados Unidos sobre Latinoamérica y lo volcó en Medio Oriente. En el primer quinquenio del 2000, se produjo en América Latina una oleada de derrotas electorales de gobiernos neoliberales. Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Uruguay, Ecuador, Nicaragua y El Salvador, en un corto periodo —que se aceleró entre 2002 y 2006—, pasaron a ser gobernados por partidos y presidentes que se declaraban antineoliberales.
“No puedo no conectar lo que pasó con las Torres Gemelas y el auge de los gobiernos progresistas. Claramente hay un vínculo muy fuerte a partir del desacople de agendas que existió entre Estados Unidos y América Latina. A partir de allí, hubo una necesidad de parte de Estados Unidos de concentrar su poder hegemónico en Oriente Medio y no en América Latina, más allá de los intentos de golpes que sí existieron acá”, sostiene Federico Larsen, periodista y miembro del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de La Plata.
Los gobiernos progresistas lograron instalar cierto grado de hegemonía que les permitió sostenerse por un ciclo de alrededor de 15 años, y que incluyó tres procesos constituyentes, varias reelecciones presidenciales y redistribución de la riqueza en la región.
“Hubo una necesidad de parte de Estados Unidos de concentrar su poder hegemónico en Oriente Medio y no en América Latina, más allá de los intentos de golpes que sí existieron acá”
Sin embargo, en los últimos años, por múltiples razones, el proceso entró en una etapa de crisis que se manifestó en la derrota electoral en Argentina en 2015, el golpe institucional en Brasil 2016; el Golpe de Estado a Evo Morales; la victoria de Lenin Moreno en 2017 y posterior triunfo de Guillermo Lasso en Ecuador; y la crisis venezolana desde 2014, como así también una crisis del orteguismo en Nicaragua durante 2018.
Luego de la crisis económica y social provocada por la restauración conservadora en Latinoamérica, surgieron movilizaciones sociales que pusieron en jaque la hegemonía neoliberal. “El discurso de la lucha contra el terrorismo le ha sido útil a los sectores de la derecha de la región”, sostiene Estrada.
Precisando que “en los años en donde se han desplegado procesos constituyentes que han interpelado el orden capitalista, las fuerzas de derechas han caracterizado estas acciones como parte de la actividad terrorista. De esta forma, han intentado justificar las violentas represiones que se vivieron en Chile y en Colombia”.
Una región en disputa
Estados Unidos ha experimentado un declive relativo de su poder mundial aunque todavía conserva un poder muy importante. Ese poder comienza a resquebrajarse en el proceso que va de 1997 a 2001. No sólo por la caída de las Torres Gemelas y la guerra contra el terrorismo, sino porque empieza a haber movimientos contrarios al Consenso de Washington y el mundo unipolar en muchos países periféricos, los países del sur global y potencias emergentes.
En plena transición del mapa del poder mundial, con profundas transformaciones que apenas estamos vislumbrando, en la región se recrudecen las tensiones para definir el rumbo.
Y ante la dificultad de sostener esta estructura social tan desigual, contener los estallidos sociales y frenar un nuevo giro nacional popular democrático o “progresista”, emergen fuerzas reaccionarias con elementos neofascistas en tensión con el conservadurismo liberal. La región, definitivamente, está en disputa.
Por Julián Pilatti y Julián Inzaugarat