Son las 6 de la tarde y una madre intenta comenzar a cocinar con leña en pleno siglo XXI, no ha tenido electricidad por poco más de 18 horas cada uno de los días de los últimos meses; otro anciano se acerca a la cola para comprar el pan que no estuvo listo para la venta en la panadería estatal esta mañana porque no había harina de Castilla; un niño despierta en la cama de un hospital, mientras su madre aguarda la llegada de un medicamento que no está en el país; en ese mismo hospital un médico hace malabares para repartir y que alcance para todo el turno de guardia el escaso material gastable con el cual cuenta; la noche anterior un grupo de vecinos, en medio de la desesperación de muchas horas sin electricidad y consecuentemente sin agua, han protagonizado un cacerolazo y una protesta menor en las calles de un pueblo del interior…
Son las escenas, repetidas una y otra vez, que dan cuenta de un costo humano que no puede ser medido por ningún sofisticado método de cálculo. Son las escenas del genocidio en cámara lenta del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba y sus devastadoras consecuencias.
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La filosofía de esta guerra multidimensional de baja intensidad está sustentada en el infame memorándum de un subsecretario de Estado de los EE. UU., que hay que recordar una y otra vez, aunque sea de hace más de sesenta años: «la mayoría de los cubanos apoya a Castro (…) hay que emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba (…) una línea de acción que, siendo lo más habilidosa y discreta posible, logre los mayores avances en la privación a Cuba de dinero y suministros, para reducir sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno».
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Se acerca octubre y, una vez más, la Asamblea General de la ONU se apresta a debatir y votar la resolución «Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero de los Estados Unidos contra Cuba», un texto de menos de una carilla que, con ligeras variaciones y actualizaciones de turno, se aprueba cada año con la oposición apenas de los regímenes de Washington y Tel Aviv.
También cada año, la presentación de la resolución cubana es precedida por la publicación de un informe nacional que actualiza las consecuencias del bloqueo en la vida del país. No por repetir los mismos tópicos cada año dejan de ser menos impactantes sus números: según el Informe, los daños económicos y materiales del bloqueo se estiman, en el último año, la considerable cifra de 7556,1 millones de dólares. Para tener una idea de lo que significan esos números siderales si cada segundo contáramos un dólar estaríamos cerca de 240 años haciéndolo.
Las cifras, convertidas a horas de impacto potencial, dan cuenta —siempre estimada— de la magnitud del daño: apenas 17 minutos equivalen al costo de adquisición del medicamento Nusinersen, para el tratamiento de la atrofia espinal infantil; menos de una semana equivale al financiamiento requerido para importar el material gastable médico y los reactivos necesarios para el sistema nacional de salud durante un año; unos dos meses equivalen al financiamiento necesario para garantizar durante un año la entrega de la canasta familiar normada de productos a la población; otros dos meses más equivalen al costo del combustible necesario para satisfacer la demanda de electricidad normal en el país.
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No obstante, hay un impacto que no logran medir las cifras, ya de por sí astronómicas: el costo humano del bloqueo. No se trata solo de la desestructuración sistémica y sistemática de toda la vida económica y la organización social de un país decenas de veces menor en población y territorio que su agresor; ni de la persecución quirúrgica de cualquier intento de normalidad económica; ni de las draconianas condiciones en que Cuba debe desarrollar su vida. El impacto fundamental del bloqueo es sobre la esencia humana del ser cubano: se erige como un castigo colectivo, indiscriminado, permanente y omnipresente sobre toda una población, con independencia de sus posiciones políticas e ideológicas individuales.
El bloqueo persigue el sufrimiento deliberado y la desesperación de millones de personas con el propósito declarado de provocar la caída del gobierno cubano. Un análisis político lo equipara a la definición de genocidio: se trata de un conjunto sistémico y sistemático de actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional y cuyas manifestaciones incluyen, entre otros, matar a miembros del grupo, causarles graves daños físicos o mentales, imponer condiciones de vida destinadas a destruir al grupo e impedir los nacimientos, en un contexto en el cual las víctimas son elegidas por su pertenencia real o percibida a un grupo, no al azar.
El bloqueo busca la muerte de cubanos, mediante la negación del acceso regular y sistemático a alimentos y medicinas; provoca daños físicos y mentales en la población cubana —constatables en los crecientes índices de mortalidad general, mortalidad infantil, suicidios, entre otros—; impone condiciones de vida insoportables para cualquier población y cuyo fin último es su rendición si antes no ha muerto y; por último, es una política que victimiza a todos los cubanos, dondequiera que estén, en cualquier lugar del mundo, pero especialmente en Cuba.
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En política las palabras importan casi tanto como los hechos. No por gusto una batalla campal se da alrededor de los conceptos. A nadie en su sano juicio político se le ocurriría utilizar como equivalentes «holocausto» y «solución final» para la matanza de judíos en Europa entre 1933 y 1945 o equiparar la resistencia del Ghetto de Varsovia con el exterminio nazi.
El bloqueo se llama bloqueo. En la política diaria, en particular la de nuestros movimientos sociales y populares; matizar, relativizar, usar subterfugios idiomáticos o erigirse en presuntos puristas del derecho internacional llamando a esta guerra económica de «embargo», «medidas coercitivas unilaterales» o «sanciones»; plantear siquiera la legitimidad de una discusión al respecto; equiparar o buscar equidistancia entre Cuba y Estados Unidos o, directamente, negar la existencia del bloqueo es colaboracionismo con el enemigo y, como tal debe ser tratado.
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El sufrimiento causado al pueblo cubano por el bloqueo tiene un propósito final y perverso: provocar su desesperación, la rebelión y el derrocamiento del gobierno cubano. Toma como rehén a toda una población y la hace pagar con su vida el costo de una prolongada resistencia y la osadía de haber protagonizado la única revolución socialista en el continente americano: se trata de un castigo colectivo de consecuencias inimaginables.
La resistencia también tiene sus límites y las políticas del bloqueo actúan sobre ellos de manera contínua: buscan quebrarla, mediante la destrucción deliberada de sus medios y condiciones de vida. Los más recientes episodios de protestas en Cuba lo ponen en evidencia.
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Para la madre que intenta comenzar a cocinar con leña en pleno siglo XXI porque no ha tenido electricidad por poco más de 18 horas cada uno de los días de los últimos meses; para el anciano que se acerca a la cola para comprar el pan que no estuvo listo para la venta en la panadería estatal esta mañana porque no había harina de Castilla; para el niño que despierta en la cama de un hospital, mientras su madre aguarda la llegada de un medicamento que no está en el país; para el médico que en ese mismo hospital hace malabares para repartir y que alcance para todo el turno de guardia el escaso material gastable con el cual cuenta; para el grupo de vecinos, que en medio de la desesperación de muchas horas sin electricidad y consecuentemente sin agua, han protagonizado un cacerolazo y una protesta menor en las calles de un pueblo del interior; el bloqueo puede ser una explicación lejana de sus problemas más cercanos, pero lo cierto es que son sus víctimas directas.
Entender la magnitud del drama humano que ello significa; explicar sus causas y consecuencias desde la perspectiva de los más humildes; visibilizar las historias de resistencia cotidiana de un pueblo que se resiste a la desaparición e impedir a tiempo, con la solidaridad y el internacionalismo popular efectivos, que la suerte de Cuba sea la de Numancia es tarea del movimiento popular en Nuestra América.










