Entre fuego y goles

En Argentina, la política, el fútbol y el asado se entrelazan en lo cotidiano. Entre humo, gritos y rituales, se juega mucho más que un partido o un corte de carne: se construye identidad, pertenencia y lo común.

No soy un fanático del fútbol. Nunca lo fui. Pero confieso que miro con cierta envidia cómo en mi entorno es un tema de primer orden. En los asados de los domingos, en la oficina, en la parada del colectivo: todos tienen algo que decir de un partido, una jugada, un gol que fue o que no fue. Yo, que no puedo recordar ni siquiera una formación completa de ningún club, me quedo callado, como si fuera de otro planeta.

Esa envidia silenciosa me llevó a buscar una explicación al fenómeno. Y lo hice del único modo que sé: llevándolo a un terreno que me interpela, la política, y otro que me resulta familiar, el asado.

Porque el fútbol y el asado no son solo pasiones argentinas: son escenarios de la política en su estado más puro. No hablo de la política partidaria, sino de esa trama de poder de la vida cotidiana. Campos de batalla simbólicos donde se ensayan lealtades, traiciones, jerarquías y resistencias.

En la mesa de un asado se juega mucho más que la cocción de un corte de carne. El que prende el fuego asume un lugar de autoridad, casi de caudillo. La distribución nunca es inocente: ¿a quién se le da primero? ¿qué corte recibe cada quién? El asador no solo reparte comida, reparte jerarquías, y en la política como en la parrilla, nadie olvida a quien le dejaron el hueso. Incluso el orden de llegada de los invitados dice algo sobre vínculos invisibles. Y si alguien se atreve a cuestionar al asador, la escena se transforma en un mini parlamento donde se discute legitimidad, tradición y hasta democracia. ¿vale más la tradición del carbón o la modernidad de la garrafa?, ¿hay democracia en la parrilla o rige el dedo del líder?

Con el fútbol pasa lo mismo, pero multiplicado por millones. No es casual que las dictaduras usaran los mundiales como propaganda, ni que los clubes funcionen como cajas de resonancia de identidad barrial, política y social. Las tribunas son plazas modernas: ahí se canta, se protesta, se reafirma un nosotros contra un ellos. Un gol gritado a coro es mucho más que un instante de alegría, es la materialización del sentimiento colectivo, algo que la política sueña conseguir.

Así como en el asado se reparte la carne, en el fútbol se reparten los sueños. Los colores no son solo colores: son banderas que ordenan pasiones y cicatrizan derrotas. Un penal errado puede doler más que una derrota electoral, y un campeonato ganado puede funcionar como vacuna contra la tristeza colectiva. ¿O acaso no sabemos ya que “la pelota no se mancha” porque en ella depositamos lo que a veces se nos niega en la vida real?
Quizás por eso, aunque no sea futbolero, lo miro con otros ojos. No me interesa discutir si el nueve debía picarla o fusilar al arquero, pero sí ver cómo la hinchada es pueblo, cómo el dirigente de club es un intendente con tribuna, cómo la cancha es un país dividido en facciones que se gritan de una punta a la otra.

El asado me enseñó que toda mesa es un ensayo de poder. El fútbol me recuerda que ninguna multitud es inocente. Y la política me une ambos mundos en una certeza: en este país lo común no se cocina en el mármol frío de los despachos, sino entre el humo de la parrilla y el grito de gol. Nuestra tarea es clara: prender el fuego y jugar la pelota, y no quedarnos mirando cómo otros sirven la carne o meten el gol.