Por Stephanie Weatherbee Brito
El 20 de junio fue el Día Mundial de los Refugiados, alrededor de 117 millones de personas son víctimas de desplazamientos por la fuerza debido a conflictos violentos y la aparición de otros nuevos. De Palestina a Sudán, de Yemen a Ucrania, de la República Democrática del Congo a Myanmar, el espectro de la violencia proyecta su larga sombra por todo el mundo y provoca la tragedia de la muerte y el desplazamiento con la que ya estamos demasiado familiarizados. Según el Índice de Conflictividad de Datos sobre Localización y Eventos de Conflictos Armados (ACLED, por sus siglas en inglés), el mundo es cada vez más violento, como sintetiza el hecho de que se calcula que una de cada seis personas habrá estado expuesta a un conflicto en 2024. Esto marca, según ACLED, un aumento del 22% en los incidentes de violencia política en los últimos cinco años y plantea la pregunta: “¿Por qué la guerra se está convirtiendo en la norma en todo el mundo?”
Para entender la expansión de la guerra y los conflictos violentos en los últimos años, es necesario observar los factores globales en lugar de centrarse exclusivamente en las causas de cada conflicto. Cuando observamos el panorama en su conjunto, nos encontramos con un mundo cada vez más desigual, con un creciente mercado de armas y unas estructuras de gobernanza global que fracasan. Todos estos factores están relacionados con la crisis estructural del capitalismo y el proyecto imperialista estadounidense, que ante su declive ha reforzado su agresividad.
A lo largo de varias décadas, las acciones de Estados Unidos han contribuido a un estado de desorden global, vinculado a una agenda más amplia destinada a establecer y mantener la unipolaridad. Desde la década de 1970, Estados Unidos ha aplicado cada vez más una política exterior marcada por acciones y estrategias unilaterales diseñadas para promover sus intereses, a menudo sin tener en cuenta su impacto en otros actores, incluidos algunos de sus aliados.
Con la caída de la Unión Soviética en 1989, la clase dirigente estadounidense se convenció de que había establecido un nuevo orden unipolar destinado a perdurar indefinidamente. Desde entonces, el número de conflictos violentos con participación estadounidense aumentaron e incluyen: Panamá (1989), Irak (1990), Yugoslavia (1995), Afganistán (2001), Irak (2003), Libia (2011), Siria (2014), Ucrania (2022), Palestina (2023). En algunos de estos casos, los conflictos instigados por Estados Unidos se han desbordado más allá de las fronteras, creciendo gracias a la participación de milicias impredecibles, y provocando el caos, la violencia y el desmoronamiento de la autoridad estatal. A menudo, esto sólo condujo a una mayor escalada de la violencia. De este modo, el esfuerzo estadounidense por mantener la unipolaridad agudizó el conflicto mundial.
Estados Unidos también está desmantelando cualquier atisbo de gobernanza mundial destinada a prevenir y resolver conflictos. La Sociedad de Naciones (1919) y posteriormente las Naciones Unidas (1945) se crearon para fomentar la paz y la seguridad mediante la aplicación de un marco de derecho internacional que rigiera el comportamiento de las naciones. Sin embargo, Estados Unidos ha ignorado sistemáticamente estas estructuras multilaterales y las leyes internacionales, al tiempo que protegía a sus aliados cercanos de las repercusiones de sus transgresiones. Un ejemplo significativo de ello, que marcó un momento crucial en el debilitamiento del orden basado en normas, fue la invasión estadounidense de Irak en 2003. Esta invasión, supuestamente lanzada como un ataque “preventivo”, carecía de pruebas de provocación y se basaba en afirmaciones falsas sobre la posesión de armas de destrucción masiva por parte de Irak.
Al iniciar una guerra que no cumplía las justificaciones internacionalmente aceptadas para el conflicto, Estados Unidos sentó un precedente en el que la capacidad de librar una guerra -junto con el control de las narrativas de los medios de comunicación para justificar las acciones militares- anula la obligación de justificar la intervención militar en virtud del derecho internacional. Esta acción de Estados Unidos socavó cualquier noción de paz y seguridad dentro de un sistema basado en reglas. Luego de la guerra en Irak, que en gran medida no fue cuestionada, Estados Unidos procedió a librar guerras explícitamente dirigidas a afirmar su dominio y control. La invasión de Libia en 2011, liderada por la OTAN, personifica estos intentos manifiestos de desmantelar e intimidar a quienes desafían o se oponen a la hegemonía estadounidense.
Productores de armas y guerras
El imperialismo estadounidense depende en gran medida del dominio militar sin precedentes que ha construido y mantenido durante décadas. Para ello, el gasto militar de Estados Unidos no ha dejado de aumentar. Actualmente, la gigantesca maquinaria militar comandada por EEUU se financia con 1,537 billones de dólares (contando sólo el gasto estadounidense) y 2,13 billones (incluyendo el gasto de los aliados de EEUU). En porcentajes, el bloque militar liderado por EEUU es responsable del 74,3% del gasto militar mundial. Según el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI), las cinco empresas productoras de armas y de servicios militares más importantes del mundo, Lockheed Martin Corp, Raytheon Technologies, Northrop Grumman Corp, Boeing y General Dynamics Corp, son de origen estadounidense.
Estados Unidos es responsable tanto de forma indirecta -al construir su increíble arsenal de armas- como directa -al producir una cantidad significativa de las armas que circulan hoy por el mundo- de la enorme cantidad de armas que existen actualmente en el mundo, armas que son fundamentales para perpetuar y agravar los conflictos.
La existencia de armas fácilmente disponibles tiene el efecto de avivar disputas que quizá no se habrían recrudecido si no se contara con ellas. Esto se vio tras la invasión estadounidense de Irak, donde antiguas diferencias entre grupos que habían coexistido en relativa paz durante décadas se convirtieron en sangrientos conflictos entre líderes tribales y grupos religiosos, debido a la disponibilidad de armas y a la utilización de estos distintos grupos como apoderados por parte de Estados Unidos y sus rivales.
Cuando un conflicto termina, sus armas viajan rápidamente a los países vecinos, abriendo nuevos frentes de guerra. Según la Oficina de Asuntos de Desarme de las Naciones Unidas (UNODA), la acumulación excesiva y la amplia disponibilidad [de armas pequeñas] pueden agravar la tensión política, lo que a menudo conduce a una violencia más letal y duradera”.
Desde que se inauguró el proyecto estadounidense de hegemonía mundial en 1945, Estados Unidos protagonizó intervenciones militares en más de una docena de países. Sólo Afganistán fue blanco de 81.638 bombas o misiles estadounidenses y de sus aliados entre 2001 y 2021. Otros países como Vietnam, Somalia, Laos, Kuwait, Granada, Yemen y decenas de otros también sufrieron destrucción masiva y devastación debido a las intervenciones militares dirigidas por Estados Unidos.
Según el informe de tendencias globales de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), se ha producido un aumento constante del número de desplazados forzosos cada año. En 2023, al menos 27,2 millones de personas se vieron obligadas a huir, lo que suma un total de 117,3 millones que siguen desplazadas y constituye un aumento del 8% respecto al año anterior. Según ACNUR, el número de víctimas mortales relacionadas con los conflictos está estrechamente correlacionado con el número de personas desplazadas cada año. Los tres países con mayor número de desplazados forzosos están actualmente inmersos en conflictos armados: Sudán, Palestina y Myanmar.
El bloqueo económico como guerra
Pero las bombas no son el único medio de que dispone Estados Unidos para hacer avanzar su agenda; también aprovecha su poder sobre el sistema económico mundial para obligar a las naciones rebeldes a plegarse a la línea de Washington.
Las medidas coercitivas y unilaterales, o sanciones, son ampliamente utilizadas por Estados Unidos para empobrecer, matar de hambre y debilitar a sus enemigos. En la actualidad, Estados Unidos impuso unilateralmente estas medidas a aproximadamente 39 naciones y territorios. Las sanciones son la guerra con otro nombre, ya que sus resultados se traducen en la pérdida de vidas civiles a una escala comparable a la de la guerra.
Tanto a través de intervenciones militares como de sanciones económicas, Estados Unidos ha demostrado su voluntad de coaccionar a cualquier nación que se desvíe de sus intereses. Esto ha fomentado un entorno global en el que las naciones compiten por el poder y la influencia. La propensión de Estados Unidos a invadir y castigar a sus supuestos adversarios ha impulsado a los países a reforzar sus capacidades militares y geopolíticas para salvaguardar su soberanía en un mundo marcado por la violencia y los conflictos, saturado de armamento y carente de mecanismos eficaces para garantizar la paz.
El resultado del proyecto hegemónico de Estados Unidos ha sido un mundo de guerras constantes e interminables, tanto si lo involucran directamente como si no. Las luchas por el control de la tierra y los recursos por parte de facciones divergentes se convierten rápidamente en conflictos armados debido a la facilidad con que se consiguen las armas y a la buena disposición de las potencias regionales para financiarlas con el fin de aumentar su fuerza geopolítica. Esto es esencialmente lo que está ocurriendo hoy en Sudán, donde el conflicto registra más de diez millones de desplazados. El conflicto entre las Fuerzas Armadas de Sudán y las Fuerzas de Apoyo Rápido sirve para frustrar el proceso democrático por el que el pueblo lleva luchando desde 2018, mientras grupos militares rivales pugnan por controlar el país y sus recursos.
Además, la proliferación de conflictos contribuye a la normalización del propio conflicto violento. A medida que estamos expuestos a un número cada vez mayor de víctimas civiles, campos de refugiados y la devastación generalizada de las ciudades, nuestra respuesta a la guerra se vuelve pasiva y mínima.
Por el contrario, nuestra respuesta debe expresarse en una acción política que aborde las causas profundas del estado de guerra permanente en el que vivimos. Sólo oponiéndose al imperialismo de Estados Unidos, a su desprecio por las instituciones internacionales y a su enorme maquinaria militar podremos poner fin al estado de violencia y conflicto generalizados que persigue a la humanidad, y abordar la raíz de la crisis de refugiados que se deja sentir en todo el mundo.
Artículo publicado originalmente en Peoples Dispatch
Stephanie Weatherbee Brito forma parte de la Asamblea Internacional de los Pueblos (AIP).