A 24 horas de que tomara estado público el asesinato del presidente de facto de Haití, Jovenel Moïse, lo que sabemos a ciencia cierta es efectivamente poco. Un lacónico comunicado oficial firmado por Claude Joseph, y dos conferencias de prensa igualmente escuetas sostenidas en creole, son apenas toda la información de fuentes oficiales con la que contamos. Sin tener a disposición aún evidencia que convalide o refute la versión estatal, podemos, de todos modos, resumirla como sigue:
— Moïse y su esposa, la primera dama, fueron atacados por un “grupo comando” en su domicilio particular en Pelerin en las primeras horas del día 7 de julio.
— Los atacantes burlaron la seguridad presidencial presentándose como agentes de la DEA, e ingresaron hablando inglés y portugués.
— El primer mandatario murió de forma inmediata, mientras que la situación de la primera dama, atendida de urgencia en un hospital en Miami, es aún indeterminada.
— Tras el hecho, se produjo un enfrentamiento entre el grupo comando y la policía, en el que cuatro de los sicarios habrían sido abatidos y otros dos detenidos, estando éstos en poder de la Policía Nacional. Además, tres agentes fueron heridos y se encuentran ya fuera de peligro.
— Ante el vacío de poder generado, el Primer Ministro de facto, Claude Joseph, se autoproclamó como presidente interino, asumió el control de las fuerzas armadas y policiales, y convocó de urgencia a un Consejo de Ministros.
— Dicho Consejo decretó por 15 días el estado de sitio en todo el territorio nacional y, entre otras medidas, cerró el aeropuerto internacional Toussaint L’Ouverture.
Moïse, ¿devorado por sus propios demonios?
Es importante dar un breve contexto y una sucinta caracterización de Moïse, ante la tentación post mortem de erigirlo como un mártir de causas que le resultaron, en vida, absolutamente ajenas.
Moïse llegó a la presidencia de la república como representante del partido PHTK, una formación política ultraderechista y ultraneoliberal, representante de los sectores residuales del duvalierismo presentes aún en el seno de las clases dominantes haitianas. De hecho, su mentor y fundador, apadrinado por los Estados Unidos y el Core Group, el ex presidente Michel Martelly, inició su “carrera política” como paramilitar a sueldo de la dictadura vitalicia y hereditaria de François y Jean-Claude Duvalier. Diferentes personeros de este régimen que asoló al país entre 1957 y 1986 ocuparon, a lo largo de los gobiernos de Martelly y Moïse, cargos políticos, diplomáticos, legislativos y ministeriales.
Moïse fue ungido como sucesor de Martelly por tratarse de una suerte de outsider de la clase política, en una maniobra recurrente utilizada por las más variadas derechas latinoamericanas. Su “capital” fue amasado como exponente de una oligarquía presuntamente modernizadora, y su nave insignia para arribar a la política fue el proyecto de desarrollo de zonas francas agrícolas orientadas a la exportación con asiento en el noroeste del país, en particular a través de su empresa AGRITRANS S.A., erigida sobre el despojo sicarial de miles de hectáreas de propiedad comunal y campesina.
Las elecciones que lo consagraron presidente en el año 2015 fueron caracterizadas por una práctica de fraude masivo, lo que implicó, tras casi un año de conflictos e interinato, la realización de nuevos comicios que también serían impugnados como fraudulentos por diferentes actores nacionales y veedores internacionales, pero que sin embargo resultarían convalidados por las Naciones Unidas y la OEA, organizadores y financistas casi exclusivos del propio acto electoral. La participación ciudadana, en aquel entonces, fue de apenas un 18% de los votos, reflejando el hastío y el descreimiento del conjunto de la población.
Una vez iniciado su gobierno, Moïse comenzará a enfrentar rápidamente la oposición de las clases populares, los sectores medios y hasta de algunas fracciones de la burguesía local. La profundización de las políticas neoliberales degradarían rápidamente la situación económica del país, teniendo como punto de no retorno la “recomendación” del FMI de eliminar los subsidios a los combustibles, que catapultó en julio de 2018 a dos millones de personas a las calles del país. A esto se sumaría un desfalco multimillonario de fondos públicos equivalente a por lo menos un cuarto del PBI nacional, según sendas investigaciones del Senado y del Tribunal Superior de Cuentas. El propio Moïse, sus empresas y una docena de sus más altos funcionarios, se verían implicados en el hecho.
Ante este proceso de removilización popular que comenzaba a exigir su renuncia, Moïse empezaría a transitar una extensa deriva autoritaria que hemos venido analizando y documentando en los últimos años, la cual incluyó: el cierre del Parlamento, la intervención del poder judicial y el nombramiento de magistrados adictos, el gobierno por decreto, el asesinato de periodistas y opositores, la realización de masacres en barrios populares de la capital, la creación de una suerte de policía política conocida como la “Agencia Nacional de Inteligencia”, la no celebración de las elecciones previstas por la carta magna, el intento de modifidación ilegal de la constitución vigente, y, desde este 7 de febrero, la permanencia en el poder una vez vencido su mandato constitucional.
En los últimos años, se multiplicaron las evidencias de la connivencia de Moïse y el PHTK con el crimen organizado y las bandas armadas, según las investigaciones y denuncias de organismos de derechos humanos como la Red Nacional en Defensa de los Derechos Humanos de Haití (RNDDH) y la Fundación Je Klere. Bandas que, vale la pena subrayar, han crecido exponencialmente coincidentemente con el ciclo de removilización popular, en lo que hemos analizado como una suerte de “solución paramilitar” al problema planteado al establishment en una zona tan estratégica como la Cuenca del Caribe. De hecho, una de las primeras hipótesis, que circuló ayer profusamente por todo el país, era que uno de estos grupos, entrenados, armados y financiados contra el propio poder político, y que han ganado en autonomía y capacidad operativa, podrían haber llegado a devorar a uno de sus progenitores.
En el plano internacional, y en particular desde el año 2019, Moïse estrecharía su vínculo con los Estados Unidos y la administración Trump, convirtiéndose en un lobbista de los intereses norteamericanos en los organismos regionales como la OEA, reconociendo al autoproclamado Juan Guaidó como presidente “encargado” de Venezuela, abandonando la plataforma energética Petrocaribe, torpedeando espacios de integración regional como la CARICOM y manifestando apoyo y simpatía por diversos regímenes neoliberales y paramilitares del continente. Esto le daría una suerte de carta de imunidad, y le garantizaría su blindaje internacional.
¿Gendarmes de la paz?
Hace varios meses que el ciclo de removilización comenzó a amesetarse, principalmente por la eficacia del combo explosivo de las bandas armadas, las masacres —13 en los últimos tres años—, la política de secuestros, el tráfico de armas hacia las barriadas populares —más de 500 mil circulando—, los enfrentamientos entre grupos armados rivales y los desplazados —más de 17 mil en el último mes—, así como los asesinatos selectivos —el 30 de junio fueron asesinadas 19 personas en Puerto Príncipe, entre ellas un periodista y una activista feminista opositora—.
Hace tiempo que venimos analizando el recurso posible a dos formas alternativas de saldar la crisis haitiana “por arriba”, la que se explica “por abajo” por la incapacidad del Estado y la clase política de generar el más mínimo consenso social en torno de uno de los proyectos sociales más desiguales e injustos del planeta, en cuyas cifras de espanto no vamos a abundar aquí. Se trata de las dos estrategias utilizadas por la oligarquía haitiana, la burguesía importadora y sus socios trasnacionales durante al menos el último siglo: el recurso a las dictaduras “nacionales”, sean de tipo militar como la del general Raoul Cédras, o de tipo paramilitar como la del clan Duvalier. O el recurso a las ocupaciones internacionales, desde la norteamericana de 1915-1934 hasta los 15 años de las misiones militares multilaterales de “pacificación y justicia” de las Naciones Unidas, que invadieron el país entre el 2004 y el 2009 a través de la MINUSTAH y la MINUJUSTH.
Ya desde el año 2018 y 2019, diversos viajes públicos y clandestinos de autoridades del Estado y partidarios políticos de la oposición conservadora se han estado realizando de forma asidua a los Estados Unidos para negociar, alternativamente, el apoyo para alguna de estas “soluciones”. Las que implican, invariablemente, del concurso técnico, político, económico y armamentístico norteamericano. Los elementos catalizadores de la crisis se aceleraron con la llegada al poder del Partido Demócrata, dado que algunas de sus fracciones internas comenzaron a presionar por algún tipo de pseudo normalización institucional en el país de su fiel pero incómodo aliado. Esto, dada la dificultad de explicar a sus sectores más “progresistas” por qué se sostenía el apoyo de un gobierno que no celebraba elecciones, que gobernaba por decreto, que había clausurado el parlamento, que desplazaba y encarcelaba jueces, que creaba por decreto una policía política, que asesinaba a opositores políticos y consentía masacres reiteradas.
De ahí la propuesta de un maratónico calendario electoral, cuya compulsión se enfrentaba, conforme se acercaba la fecha de su concreción, a la inapelable evidencia de que Moïse era incapaz de garantizar las mínimas condiciones de seguridad, paz y concordia para realizar algún tipo de comicio, los que fácilmente podrían abrir la caja de pandora, “desamesetar” el ciclo de movilización popular, y volver a colocar en las calles a millones de personas. Sin embargo, lo que nadie podía prever, es que el escenario de elección de algún tipo de estas “soluciones” —la dictadura o la ocupación— por parte de las clases dominantes, se precipitaría de esta manera con un magnicidio y su consecuente vacío de poder.
En este marco, no han de extrañarnos entonces las más recientes declaraciones de algunos jefes de Estado del hemisferio. Ni la del propio Biden, que expresó estar “listo para ir en ayuda de Haití” —un frase que no puede menos que generar consternación en el país—, hasta la mucho más destemplada declaración del presidente colombiano Iván Duque que exhortó a la OEA a intervenir con una misión en Haití de forma urgente para “garantizar la estabilidad democrática e institucional” que el mandatario no puede garantizar en su propio país. Así podemos explicar también la pronta reunión del Claude Joseph con el Core Group, un organismo ad hoc que reúne a la OEA, la ONU, la UE, y a las embajadas de EEUU, Canadá, Brasil y varias naciones europeas, es decir, a todos los actores con intereses políticos, económicos y geoestratégicos en el país. O lo mismo vale para la conversación con el Secretario de Estado norteamericano Antony Blinken sostenida el día de ayer.
Es necesario mencionar que éstos son los mismos actores internacionales que apuntalaron al gobierno de facto de Moïse pese a la acelerada descomposición social y económica del país, y pese a la más completa ruptura del orden democrático. Los mismos inductores del caos organizado en esta auténtica política de río revuelto, son los que ahora pretenden saldar la crisis de forma pretoriana, presentándose como garantes del orden y la democracia. No sería raro que comencemos a escuchar, de nuevo, conceptos tan remanidos del arsenal conceptual colonialista como los del “intervencionismo humanitario”, la “responsabilidad de proteger”, la “no indiferencia”, las “amenazas inusuales y extraordinarias” o el peligro a la “seguridad nacional de los Estados Unidos”.
Una transición, ¿pero hacia dónde?
Como sugerimos, la crisis política en Haití no comenzó con el asesinato de Moïse, aunque su muerte la lleve a un nuevo punto, quizás, de no retorno. La ruptura del orden democrático implica que no haya actores legalmente constituidos capaces de asumir una transición legítima, al menos que se construyan grandes acuerdos sociales y políticos, algo que la oligarquía, la burguesía importadora y los EE.UU. no parecen dispuestos a hacer.
El caso de Claude Joseph es elocuente, autodesignado ahora como presidente interino evocando el artículo 149 de la Constitución. Es necesario mencionar que se trata de un primer ministro de facto, elegido de forma unilateral por Moïse, no ratificado —como exige la carta magna— por un Parlamento que de hecho no existe. Incluso se trata de un ex primer ministro de facto, dado que días antes de morir Moïse había nombrado a un sucesor de Joseph, el abogado Ariel Henry, hoy virtualmente desplazado de la escena pública. Quien sí podía asumir una sucesión legal era el presidente de la Corte de Casación, René Sylvestre, pero este falleció hace pocas semanas por coronavirus.
Frente a este vacío de poder, y frente al doble filo de las políticas de shock, pareciera que sólo la reaparición del factor movilizacional podría incidir en una resolución que no sea aún más regresiva. Las fuerzas nacionales, populares y democráticas han ganado en capacidad de articulación, han generado espacios unitarios como el Frente Patriótico Popular, han desarrollado programas y cursos tentativos de acción, pero son aún organizativamente débiles, y su capacidad de incidencia es escasa sin la presencia de gente en las calles. Solo su reaparición y la construcción de algo así como un cerco de visibilidad y solidaridad con Haití pueden impedir que el país vuelva a ser aplastado por una larga dictadura militar o por una luctuosa ocupación internacional.