Artículo originalmente publicado en La tinta
Las elecciones del próximo 19 de junio en Colombia tienen como dato llamativo la presencia por primera vez en la historia del país de un candidato de izquierda como Gustavo Petro. Quien lo enfrentará en la disputa por la presidencia será Rodolfo Hernandez, un personaje que hasta hace poco tiempo era un desconocido a nivel nacional y que ya cuenta con el apoyo de toda la derecha colombiana para derrotar al progresismo.
La presencia de un candidato de izquierda a la puerta de conquistar la presidencia en el país genera sorpresa y preocupación debido a la historia de violencia política y social colombiana. Las imágenes de Gustavo Petro en actos de campaña rodeado por escudos protectores, así como las informaciones acerca de las reiteradas amenazas de muerte contra los candidatos del Pacto Histórico, dan cuenta de una tradición que se inicia a principios del siglo XX y se prolonga hasta hoy, con más dudas que certezas acerca de las posibilidades que tendrá un eventual gobierno progresista en un país que se construyó a partir de la violencia política contra quienes luchan por reivindicaciones sociales.
Ya desde su conformación, el Estado colombiano comienza a mostrar rasgos de concentración de poder que con el tiempo se profundizará y agravará. La lucha por la mejora en las condiciones de vida de la clase trabajadora y el acceso a la tierra del campesinado y movimiento indígena que empiezan a aparecer a fines de la década de 1910, muestran una respuesta hostil de parte del gobierno, que ve en estas protestas la semilla que puede perjudicar los intereses tanto de la oligarquía como de empresas extranjeras.
Para la época, más del 70% de la población se concentraba en zonas rurales, donde comienzó a ganar fuerza la idea de lucha armada como único medio para alcanzar las reivindicaciones exigidas en las protestas que el gobierno reprimía cada vez con más violencia.
Según explica la investigadora canadiense Catherine Legrand, especializada en conflicto agrarios latinoamericanos del siglo XIX y XX, se pueden identificar dos etapas en los conflictos por la tierra anteriores a la violencia de los años 50, cuando comienza el período más oscuro de la violencia armada en Colombia: la primera se da entre 1880 a 1925, cuando los pequeños agricultores reclaman a la autoridad nacional contener los abusos de los terratenientes de forma legal y pacífica.
La segunda etapa comienza en 1928 cuando los campesinos pasan a la acción y se rehúsan a pagar obligaciones, reivindican su estatus de colonos e invaden partes no cultivadas de las haciendas a tiempo que comienzan a identificarse con partidos políticos de izquierda. Esta identificación es lo que empieza a incentivar el sentimiento anticomunista en la clase dominante, motivado en la guerra civil española. Como justificación de la violencia, los sucesivos gobiernos colombianos argumentaban que el comunismo era el que incentivaba las revueltas y que era necesario combatirlo con toda la fuerza posible para impedir que alcancen el poder y pongan en riesgo la libertad y la propiedad privada.
La construcción del enemigo
Si bien la lucha armada comienza a gestarse a partir de la década de 1920, la misma comienza a intensificarse entre los años 40 y 50 en las zonas rurales con la cuestión del acceso a la tierra como detonante. Por entonces, el gobierno consideraba estos territorios como “repúblicas independientes”, haciendo uso de la estigmatización mediática como estrategia para justificar ante la sociedad la violencia desmedida con la cual arremetía contra estas poblaciones que exigían una respuesta a sus demandas de acceso a la tierra y mejores condiciones de vida.
Según el censo de 1938, la población rural llegaba al 70.9%, la cual fue disminuyendo con el correr de los años debido al desplazamiento forzado de estas poblaciones hacia áreas urbanas. La carencia de tierra para cultivar alimentos y vivir de manera autónoma era sinónimo de dependencia forzosa de las grandes haciendas, donde las condiciones laborales eran de una práctica esclavitud e inhumanidad.
En 1944 surge en el país un movimiento de masas denominado gaitanismo en honor a Jorge Eliecer Gaitán, líder del Partido Liberal que fue alcalde de Bogotá, ministro de Educación y de Trabajo. Gaitán supo consolidarse como defensor de las causas populares cuya propuesta de democratización de la política le valió el calificativo de comunista por parte de la oligarquía. Tras su asesinato previo a las elecciones de 1949, la violencia se recrudece contra las insurgencias que surjen en todo el país.
Producto de esta situación, a partir de 1964 comienzan a consolidarse grupos de guerrilla como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL) entre otros.
Lejos de generar un repliegue por parte del aparato represivo del Estado, el surgimiento de estos grupos desata una acción militar y política aún más contundente. Ya en 1958, un pacto entre conservadores y liberales logra capturar al Estado con el discurso de combate al enemigo externo, que para el momento ya encarnaban la Unión Soviética, Cuba y China y que dentro del territorio nacional se expresaban en los movimientos de resistencia.
Con el crecimiento de la guerrilla como expresión de las insurgencias en el país, la necesidad de reforzar la capacidad de represión del Estado da lugar al surgimiento de un actor clave: el paramilitarismo.
El origen de esta estrategia se da a partir de la Misión Yarborough, que fue la visita a Colombia, en febrero de 1962, de oficiales de la Escuela de Guerra Especial de Fort Bragg (Carolina del Norte). A partir de una serie de documentos catalogados como secretos, la estrategia orientaba a conformar grupos mixtos de civiles y militares, entrenados clandestinamente y utilizables en caso de que la seguridad nacional se deteriorara. En 1965, el presidente Guillermo Valencia legalizó a estos grupos, dando lugar así a que el Estado contara con un aparato represivo oficial y otro clandestino, además de un poder de choque más poderoso e incisivo donde la incógnita acerca de dónde comienza lo militar y donde lo civil es el corazón de la estrategia.
La década de 1980 representó un crecimiento exorbitante del paramilitarismo, impulsado por la alianza con el narcotráfico, lo cual hace que estas estructuras se multipliquen por todo el país. El Genocidio de la Unión Patriótica, que para 1986 era la oposición política al partido de gobierno y al conservadurismo, así como de otros muchos grupos políticos y movimientos sociales se produjo en esa coyuntura.
A la guerra contra la insurgencia que en Colombia se empieza a desarrollar desde los inicios de la república, se le suma en los 70 el discurso de la “guerra contra las drogas”, lo cual da lugar a situaciones contradictorias. En algunos momentos la guerrilla y los cocaleros convergen en su lucha contra el Estado, a la vez que la guerrilla encuentra formas de financiación propia mediante los impuestos que cobra, por gramaje, a los cocaleros. Pero también hay momentos o zonas donde las dos fuerzas se enfrentan porque buscan objetivos contrarios, dando lugar a análisis confusos y hasta contradictorios.
A partir de los años 80, la fusión progresiva de los cocaleros más poderosos con el paramilitarismo hace que la guerra asuma contornos más dramáticos. El narco-paramilitarismo comienza a impulsar el despojo de tierras mediante masacres y desplazamientos masivos de población, situación que se extiende hasta estos días y que ha causado alrededor de 6 millones de desplazados forzados y la usurpación de alrededor de 8 millones de hectáreas de tierra.
A esta situación hay que sumarle el efecto provocado por las políticas neoliberales de los años 90, profundizando las desigualdades y haciendo del conflicto armado una situación que le es funcional a la estrategia de la derecha para continuar en el poder. En el discurso del entonces presidente Alvaro Uribe, la guerrilla es el agente que impide al país crecer, lo cual posibilita el recrudecimiento de la represión contra movimientos sociales de todo tipo que exigían mejores condiciones de vida para el grueso de la población.
Colombia y la subordinación estratégica
La relación de subordinación de Colombia con los Estados Unidos tiene sus orígenes a fines del siglo XIX, con la firma del tratado Mallarino-Bidlack en 1846 para la concesión del istmo de Panamá, por entonces parte del territorio colombiano. Tras apoyar una aventura independentista en la región que le permitiera un dominio absoluto sobre el territorio que en 1903 sería la República de Panamá, desde Estados Unidos se impulsó el tratado Urrutia-Thompson de 1921 para el acceso irrestricto al petróleo colombiano.
Lejos de entenderlo como un ataque a los intereses nacionales, la clase dominante impulsa la idea de que para garantizar la soberanía hay que mantenerse aliado y bajo la sombrilla protectora de Estados Unidos. Quienes más se beneficiaban -y aún lo hacen- era la clase dominante, el ejército y la policía, tanto por los contratos con empresas petroleras como por las sumas millonarias en concepto de asistencia militar que llegaban de Estados Unidos.
En paralelo con la relación de subordinación se da la modernización política, económica y militar del país. Esta última es donde los mayores esfuerzos se vuelcan, con financiamiento para formación de las Fuerzas Armadas en técnicas de contrainsurgencia, equipos de última generación, incentivo a la conformación de fuerzas paramilitares y operaciones militares de Estados Unidos en territorio colombiano.
El anticomunismo es tanto la doctrina de seguridad del Estado como la condición para el patrocinio norteamericano a las actividades políticas, económicas y militares del país. El apoyo y la asistencia de Estados Unidos a la conformación del Frente Nacional fue determinante para consolidar un bloque de poder inamovible y garantizar también la impunidad para la profundización de la violencia contra cualquier insurgencia en el país, lo cual da lugar a masacres en manos de las fuerzas de seguridad y asesinatos y desapariciones de líderes sociales.
Con el crecimiento del negocio de la cocaína y la declaración de Estados Unidos a la “guerra contra las drogas”, el Estado colombiano comienza a hacer uso del término “narco-guerrillas” de forma oportunista para deslegitimar la lucha armada y fomentar la continuidad de la guerra contra la insurgencia.
A partir de la implementación del Plan Colombia, se asume que el Estado es débil para hacerle frente a la amenaza que representa la guerrilla, motivo por el cual se hace necesaria la ocupación militar del territorio nacional y también del Estado, así como también una serie de reformas y ajustes con el objetivo de respaldar el proceso de paz. Se trata en los hechos de una militarización en todos los aspectos patrocinada por Estados Unidos para la defensa de sus intereses estratégicos en el territorio.
Sin embargo, el período de mayor sumisión se da a partir del mandato de Álvaro Uribe. Durante esos años se le concede a Estados Unidos el uso de siete bases militares en el territorio, luego de que en Ecuador el entonces presidente Rafael Correa se negara a ceder la base de Manta. A medida que aumenta la asistencia militar de Estados Unidos, crecen los grupos paramilitares. Curiosamente, si bien esta asistencia tiene como fin combatir al narcotráfico, el grueso de las operaciones militares no se desarrollan en áreas donde opera la producción de cocaína, que en este período comienza a aumentar significativamente y cuyo mayor cliente es Estados Unidos que adquiere el 70% de la droga colombiana.
La situación de violencia política y social prolongada que vive Colombia es producto de una estrategia imperialista no sólo para el país sino para la región. La aplicación de las diferentes doctrinas militares muestran al país como un laboratorio práctico de la contrainsurgencia en todo el continente, que con el inicio de la guerra contra las drogas pone al narcotráfico como combustible del conflicto y permite no sólo mayores niveles de ayuda militar y económica de los Estados Unidos sino también niveles cada vez más altos de impunidad para los sucesivos gobiernos colombianos.
El desafío que se presenta ante la elección para atender las demandas de la población sobre vivienda, trabajo y condiciones dignas de vida es lograr la desarticulación de la estructura que consolidó la violencia política y social como método para sostener el poder en manos de una oligarquía subordinada a intereses extranjeros. Se trata sin dudas de una tarea por demás compleja en un contexto de naturalización de la violencia más explícita y ante la sombra del imperialismo norteamericano en plena decadencia.