Todo indica que la disputa electoral norteamericana será una recreación de la elección de 2020. Con la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos de permitirle a Donald Trump concurrir como candidato republicano y el anuncio de Nikki Haley de su retirada de la carrera dentro del partido, el expresidente se impone nuevamente como la figura de oposición que disputará el comando de la Casa Blanca ante los demócratas el próximo mes de noviembre.
De forma inédita en la historia de los Estados Unidos, un exmandatario regresa al escenario político, a pesar de ser objeto de condena por un caso de agresión sexual, considerado como violación, y de enfrentarse actualmente a múltiples acusaciones pendientes de juicio.
De manera aún más preocupante, tras su derrota en las elecciones de noviembre de 2020, Trump trató de interferir en el proceso democrático de transición alentando a sus seguidores a oponerse violentamente a la ratificación de los resultados electorales.
Cuatro años más tarde, continúa haciendo afirmaciones infundadas sobre su victoria en 2020. La situación se presenta favorable para el ex presidente. No sólo es el gran favorito entre las figuras del partido, al punto que todos los otros precandidatos fueron declinando sus nombramientos para acompañarlo durante la campaña. Entre los electores norteamericanos existe un amplio consenso sobre las alegaciones de fraude de Trump.
Sólo entre los republicanos, un tercio de los partidarios cree en la tesis de Trump acerca del fraude en 2020. En un análisis más amplio, 3 de cada 10 estadounidenses abrazan esta teoría.
A este panorama se le suma la narrativa acerca de que el ex presidente es víctima de persecución judicial. Los partidarios acérrimos de Trump lo ven como víctima de una “caza de brujas” en donde el oponente es el “sistema corrupto”. La campaña de victimización ha rendido buenos frutos. El márketing generado en torno de sus problemas legales han servido para recaudar millones de dólares, gran parte de los cuales se han destinado a pagar a sus abogados defensores en lugar de financiar su campaña presidencial.
Sin adversarios dentro del partido y ante un oponente desgastado por los cuatro años de mandato, los cuestionamientos respecto de su estado de salud mental y respecto de la gestión que encabezó, todo parece indicar que Trump se encamina sin mayores esfuerzos hacia una nueva presidencia.
América Latina a las puertas de una nueva gestión trumpista
No hay dudas acerca de la importancia de nuestro continente en términos estratégicos para Estados Unidos independientemente de quien esté al frente del gobierno. Lo que históricamente fue considerado el patio trasero y una de las líneas rojas del imperialismo norteamericano, se mantendrá como hasta ahora.
El Comando Sur seguirá ampliando su influencia con el objetivo de asegurarse recursos naturales estratégicos al tiempo que tanto las embajadas como demás organismos federales orientados a garantizar la presencia del Imperio en las decisiones fundamentales de los estados continuarán presionando para preservar los intereses estadounidenses en la región.
Habrá que prestar atención a la disputa entre Guyana y Venezuela por el Esequibo, una zona donde recientemente se ha descubierto una inmensa cuenca de petróleo donde la firma norteamericana Exxon Mobile ya busca instalar su bandera. La diferencia entre ambos países con Trump en la Casa Blanca podría significar una ofensiva más directa contra el gobierno de Maduro, al estilo de lo que sucedió en Bolivia en 2019.
En Argentina, una victoria de Trump podría significar un aliado internacional de peso para el presidente Javier Milei. La última vez que el republicano estuvo al frente del gobierno estadounidense, el FMI liberó el préstamo más grande de su historia a la gestión de Mauricio Macri, motivo clave por el cual el país hoy se encuentra sumido en una de las crisis económicas más graves de su historia.
Mientras el mapa electoral estadounidense comienza a definirse de cara a noviembre, América Latina se debate entre una injerencia más disimulada con los demócratas o una política exterior de influencia directa, de la mano de los republicanos.