La vida humana está sostenida por el trabajo de cuidado

La pandemia del Covid-19 visibilizó el rol de las mujeres y disidencias en las tareas de cuidado. Balance de la pandemia desde la perspectiva de la economía feminista.

La pandemia del Covid-19 puso en evidencia un hecho que la economía feminista afirma hace tiempo: la vida humana está sostenida por el trabajo de cuidado. Pero muches lectores se preguntarán, ¿qué es el trabajo de cuidado?

Se trata de una serie de actividades como cocinar, limpiar, transportar, educar, ocuparse de la salud y brindar escucha, atención, cariño, que buscan el bienestar- objetivo y subjetivo- de personas dependientes (niñes, ancianes, personas con discapacidad, etc.) y también incluye el autocuidado. El trabajo de cuidado implica un gasto de tiempo, dinero y energía física y emocional.

El cuidado no solo es una responsabilidad individual, sino principalmente social, por lo tanto, su realización debe estar distribuida entre diferentes actores responsables: las familias a través del cuidado de sus propios integrantes; la comunidad a través de redes de cooperación; las empresas garantizando derechos (como licencias y espacios de cuidado, sobre las cuales hay poco cumplimiento y solo llegan a quienes tienen empleos asalariados registrados) y, sobre todo, el Estado desde políticas públicas de cuidado directas e indirectas (entre ellas se encuentran las instituciones de cuidado que son insuficientes sobre todo para la primera infancia).

En este contexto, la mayoría de la carga de cuidado recae sobre las familias, y dentro de ellas, sobre las mujeres y directamente o parte de ella es resuelta a través del mercado. 

Muchas personas tienen la capacidad de tercerizar esos cuidados: contratan a una trabajadora del servicio doméstico, a una niñera o acompañante terapéutico, pagan instituciones privadas de cuidado, compran comida hecha, etc. Pero muchas otras no poseen los ingresos necesarios para poder hacer frente a estos gastos, y, por lo tanto, se hacen cargo de todas estos servicios que podrían ser adquiridos en el mercado. 

Por supuesto, este último grupo es el más representativo de la población argentina, ya que el 40, 6%  de la población se encuentra bajo la línea de pobreza (lo que equivale a 11.726.794 personas) y 10,7% se encuentra bajo la línea de indigencia (que implica 3.087.427 personas)  lo que significa que por supuesto no poseen ingresos suficientes para poder adquirir estos servicios en el mercado.

Pero además estos trabajos están altamente feminizados, o dicho de otro modo, son llevados a cabo principalmente por mujeres. ¿Por qué sucede esto? Por un lado, hay un sentido común construido históricamente e impregnado social y culturalmente: “las mujeres tienen habilidades naturales para cocinar y limpiar”, “las mujeres son más sensibles y atentas, entonces tienden a ser protectoras”, “las mujeres nacen para ser madres”. Pero estos sentidos se traducen en cifras concretas. Así, las mujeres tienen mayores dificultades para conseguir trabajo- menores tasas de empleo y mayores tasas de desempleo-, ganan menos por iguales trabajos- brecha salarial- y sufren condiciones laborales más precarias en la informalidad. Y como dos caras de la misma moneda, destinan más tiempo al cuidado de otres- el 76% de las tareas domésticas no remuneradas recaen sobre ellas y le dedican 6,4 horas diarias frente a 3,4 que le dedican los varones- y ni siquiera perciben una remuneración por estas.

En este punto, se podría llegar a la conclusión de que las mujeres no trabajan de forma remunerada para poder llevar adelante este trabajo de cuidado no remunerado. Pero esto ni siquiera es de esta manera, ya que, si se compara aquellas mujeres que poseen una jornada de trabajo completa de manera remunerada con varones desempleados, las primeras siguen dedicando más tiempo al trabajo de cuidado remunerado- 5,9 horas y 3,2 horas diarias respectivamente. 

Entonces, no se trata de acuerdos explícitos entre el varón y la mujer de una “familia tipo”- cada vez más inexistente-, en el que “yo, mujer, cuido a los chiques” y “yo, varón, salgo a ganar el pan”. Detrás de estas cifras se esconde un problema social muy grande: eso que llaman amor es trabajo no pago.

Ahora, y volviendo al inicio, ¿por qué la pandemia evidenció más que la reproducción de la vida humana está sostenida por el trabajo de cuidado? En primer lugar, porque el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio que implicó el cierre de las escuelas, una de las instituciones más importante en la provisión de servicios de cuidados, tanto por las horas que pasan les chiques en la escuela pero también por la contención social de las aulas y por la provisión de alguna de las cuatro comidas del día.

En segundo lugar, el freno de la actividad económica que golpeó principalmente a les trabajadores informales, que viven de changas, o de la economía popular, e implicó que miles de familias no percibieran los ingresos necesarios para la compra de bienes y servicios fundamentales para su subsistencia.

Además, el “quedarse en casa” agudizó los casos de violencia de género, ya que las personas en situación de violencia no tenían opciones de resguardarse en otras casas o espacios.

Pero el pueblo se organiza rápidamente y se crearon a lo largo y ancho del país redes de contención que garantizaron la supervivencia de las clases populares. De esta manera, se visibilizó un tipo de trabajo de cuidado que existe hace décadas, pero que es deslegitimado socialmente: el trabajo de cuidado comunitario.

Este trabajo de cuidado comunitario asume las mismas características: lo llevan adelante mujeres, de forma gratuita y que además son parte de los estratos de menores ingresos.

Su trabajo tiene un valor social enorme: garantizar la sostenibilidad de la vida de la población más vulnerable. A ellas, les debemos el reconocimiento de poner el cuerpo, arriesgar-y llegar a perder- sus vidas, cuando nadie se animaba a salir ni a la esquina. Eso que llaman actividad comunitaria fue es y será un trabajo esencial.


Natalia Eliçabe es Licenciada en Economía, integrante del Grupo Estudios de Trabajo y Género – UNMdP y estudiante del Magister de Economía Política FLACSO.