Bomba de Hiroshima, el resplandor de mil soles

El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos lanzó sobre una población civil el arma destructiva más tenebrosa de la historia, el 9 arrojó la segunda. La bomba atómica aparecía como una nueva variable de poder y el imperialismo norteamericano ascendía hacia la cima.

bomba Hiroshima
“ ’Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos’. Supongo que todos pensamos eso, de una u otra forma”.(Julius Robert Oppenheimer)

Es el 16 de julio de 1945 y la prueba Trinity hace detonar la primera explosión nuclear de la historia; el punto de llegada del tan secreto -como posteriormente famoso- proyecto Manhattan. Una cita del texto hindú Bhagavad-gītā, permite a Julius Robert Oppenheimer, el físico a cargo del proyecto, referirse al momento en que vio el poder de su creación en el desierto de Nuevo México.

La bomba atómica se sumaba al escenario geopolítico. “Supimos que el mundo ya no sería el mismo. Algunas personas rieron, algunas personas lloraron… la mayoría permaneció en silencio”, recordará en voz alta Oppenheimer en una entrevista de 1966 mientras mira al suelo como quien pide perdón, sabiéndose responsable (culpable) de una monstruosidad. Su legado sería la muerte masiva e instantánea: EE.UU. se convertía en la primera potencia nuclear de la historia.

 

Hiroshima y Nagasaki

Unas semanas más tarde, el 6 de agosto de 1945 la humanidad vería al “destructor de mundos” en acción sobre la ciudad de Hiroshima, en la zona oeste de Japón. El 9 de agosto, el Fat man era arrojado por el bombardero estadounidense Bocks Car sobre la ciudad de Nagasaki. Si la bomba de Hiroshima, es la expresión apoteótica de la decadencia civilizatoria, la de Nagasaki no tiene palabras que permitan justificar el grado de tal atrocidad.

Ninguna de las aberraciones que había cometido el ejército imperial japones en China e Indochina fueron ajusticiados con estos bombardeos; tampoco estos crímenes del imperio del sol tuvieron mucho peso a la hora de tomar esta decisión. No una, sino dos veces detonaron el resplandor de mil soles sobre la población civil. “La barbarie de Europa occidental es increíblemente grande, solo superada —superada con creces, es verdad— por la barbarie de Estados Unidos”, dirá Aimé Césaire con justa razón.

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Memorial de Hiroshima | Foto: Zack Stern

El argumento de utilizar estas Armas de Destrucción Masiva para evitar muertes y poner fin a la guerra es, además de un ridículo, una de las falsedades a las que el imperialismo norteamericano tiene acostumbrado a los pueblos del sur del mundo. Lo que estaba en juego en verdad era la supremacía geopolítica en el mundo post II Guerra. Para EE.UU. la alianza con la URSS en el frente oriental  se estaba tornando un problema y necesitaba dar un mensaje de poder preponderante. En un mundo colonial, capitalista y racista, quien quisiese ser su rey debía montarse en una montaña de sombras y ruinas.

Cuando el bombardero Enola Gay dejó caer la bomba sobre Hiroshima, la flamante Carta de San Francisco ,que daba nacimiento a la ONU, tenía menos de dos meses de existencia, en ella se comprometía a las naciones a “defender la paz y los Derechos Humanos en el mundo”. Luego de ver la barbarie -que Europa ejercía cotidianamente en sus dominios coloniales- vuelta sobre sí misma, decidieron crear la Organización de las Naciones Unidas . Con los campos de concentración en las retinas del mundo -nuevos en el norte, pero muy conocidos y padecidos en el sur- establecieron un sistema internacional para prevenir futuras catástrofes humanas. Pero Japón no era occidente, tampoco China ni Indochina, tampoco Asia ni África. Tampoco Nuestra América.

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Réplica de la bomba Little Boy en el Museo Imperial de Guerra (Reino Unido).

Varias semanas antes, la aviación norteamericana hizo volar un bombardero B-29 todas las tardes para que la población se acostumbrara a esa presencia en el cielo. El 6 de agosto un avión apareció en las alturas, extrañamente por la mañana. Los datos que siguen han sido repetidos hasta el hartazgo, tal vez, para llenar de palabras una descripción tan absurda como nefasta: A la 8.15 la Litle Boy es lanzada y menos de un minuto después estalla en el aire con la potencia de 16 mil toneladas de TNT.

El artillero y fotógrafo del bombardero describió: “Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… catorce, quince… es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. La ciudad debe estar abajo de todo eso”.

Setenta mil personas murieron en un destello, sus sombras quedaron en el asfalto. El registro fílmico y fotográfico es impresionantemente basto y mudo. Todo el archivo sobre las bombas obedece a esa frivolidad de la razón que engendra monstruos, pero también a una lógica de poder internacional. Para que el objetivo de ser potencia hegemónica pueda  ser alcanzado, el poder debe ser mostrado, debe hacerse espectáculo.

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Homenaje a Los hijos de Hiroshima | Foto: @Saimonn

La bomba que terminó la Guerra

El 15 de agosto de 1945 un emperador japonés derrotado daría el primer discurso radial de su vida: “El enemigo ha comenzado a emplear una bomba nueva y más cruel, cuyo poder para hacer daño es de hecho, incalculable, y está cobrando muchas vidas inocentes. Si continuamos luchando, no solo resultaría en un colapso final y la destrucción de la nación japonesa, sino que también conduciría a la extinción total de la civilización humana”.

Prisionero de guerra japonés en Guam tras escuchar al emperador Hirohito anunciar la rendición incondicional de Japón. | Special Media Archives

Así expresó Hirohito la rendición total del Japón. Era la primera vez que su voz se escuchaba en público. Sus ansias de expansión sobre el continente se ahogaban en un mar de silencio y destrucción que nunca imaginó que volviera sobre su nación. Más de 250 mil personas habían muerto con los dos bombardeos, cientos de miles más padecerán ceguera, quemaduras y cáncer. Cientos de miles de “niños, mudos, telepáticos”, recitará Vinicius de Moraes en La rosa de Hiroshima.

Terminada la guerra, EE.UU. emergió como el garante de la libertad y único cuidador de la paz mundial, y se alió rápidamente a sus antiguos enemigos -Alemania y Japón- para enfrentarse a su viejo-nuevo enemigo: el comunismo internacional.

Se comenta que en la Guerra de Corea, tras la derrota en Chosin, donde el apoyo del Ejército Popular de China había sido central, el general MacArthur solicitó que le enviasen 26 armas atómicas para atacar al país comunista. Sí, veintiséis. Este país no solo tenía el descaro de hacer una nueva revolución, sino que además apoyaba a un país hermano contra el ataque imperial. Truman se negó rotundamente. El mismo presidente que había tirado dos bombas, que había iniciado la famosa doctrina que lleva su apellido, se negó. Hacía unos años que otros podían devolverle el favor. La URSS había alcanzado la bomba atómica en 1949.

Ese día de julio en el desierto de Nuevo México, iniciaba una nueva era con la prueba Trinity. Oppenheimer la interpretó desde su oscuro misticismo con frases del Bhagavad-gītā. Pero quien realmente captó la verdadera naturaleza de la etapa imperialista que se abría fue Kenneth Bainbridge, uno de los diseñadores de las primeras bombas nucleares y uno años después director del departamento de Física de Harvard. Bainbridge, luego de la explosión, se volteó hacia Oppenheimer y dijo, «Oppy, Ahora somos unos hijos de perra».