En octubre del año 2019 las imágenes del estallido social chileno dieron la vuelta al mundo. Hasta entonces la imagen dominante sobre el país andino era la de una nación pacífica o pacificada, hasta el punto de que el Presidente Sebastián Piñera llegó a declarar el 8 de octubre, pocos días antes del comienzo de las manifestaciones, que Chile era un “verdadero oasis” en medio de una “América Latina convulsionada”.
El oasis acabó por esfumarse como los espejismos y se volvió para todos evidente que lo que simulaba ser paz era en realidad un letargo. Todo comenzó por lo que parecía una acción inocua de estudiantes secundarios que se congregaron para saltar los molinetes del metro en Santiago, en protesta por los reiterados aumentos del precio del transporte.
La medida fue rápidamente ganando visibilidad y adhesión de parte de la ciudadanía, más aún cuando comenzó a quedar en evidencia la desproporción de la respuesta represiva de Carabineros y otras fuerzas de seguridad. Las Naciones Unidas, a través de Michelle Bachelet, alta comisionada del organismo y ex presidenta del país, llegó a documentar al menos 113 casos de tortura y 24 casos de violencia sexual. Mientras que, en tan solo un mes, 272 personas perdieron la vista de uno o ambos ojos por los disparos intencionales de perdigones.
“No son 30 pesos, son 30 años” comenzó a escucharse entonces, en referencia a que los problemas de Chile excedían largamente al monto del aumento y a que se relacionaban directamente con la continuidad ininterrumpida de más de tres décadas de políticas neoliberales. El punto cúlmine de las protestas sucedió el 25 de octubre en lo que se dio a conocer como “la marcha más grande de Chile” la que llegó a congregar más de 3 millones de personas en todo el país. Una inmensa bandera nacional desplegada aquel día en la Avenida Libertador General Bernardo O’Higgins, popularmente conocida como La Alameda, afirmaba que “Chile despertó”, palabras que se convertirían en sentido común, consigna y hashtag en las calles, las instituciones y las redes sociales de todo el país.
Junto a estudiantes secundarios y universitarios, empleados públicos, trabajadores desempleados, habitantes de las poblas, jubilados estafados por los fondos de pensión, mujeres y organizaciones feministas, pueblos indígenas, colectivos migrantes e indignados de todo tipo, hubo un sujeto que no pasó desapercibido para la opinión pública nacional e internacional: los enfermos y convalecientes. En las reiteradas movilizaciones de la céntrica Plaza Italia, rebautizada desde entonces como “Plaza de la Dignidad”, fue y es aún hoy habitual la presencia de personas incapacitadas, en muletas o sillas de ruedas, e incluso de enfermos terminales que esperan por una plaza en el sistema de salud que rara vez aparece a tiempo.
¿Pero cuál es el motivo de la presencia de esta humanidad vulnerable y desesperada en medio del estallido social de octubre, y de las protestas que aún hoy, cada viernes, ocupan las calles céntricas de Santiago? ¿Quiénes son estas personas que no sólo hacen frente a su propia condición y al abandono del sistema de salud sino también a los “guanacos” y los “zorillos”, los vehículos antimotines que arrojan gas y agua para dispersar a los manifestantes? Se trata ni más ni menos que de los que quedaron a la vera del “milagro chileno”, de los afectados por unos de los sistemas de salud más desiguales, excluyentes, privatizados y fragmentados del mundo.
Esa precariedad sanitaria quedó en evidencia en la gestión de la pandemia del COVID-19, que ha tenido un impacto particular en el país andino debido a las dificultades estructurales para adoptar políticas ágiles y centralizadas. Epidemiólogos y diversas organizaciones de la sociedad chilena han subrayado la descoordinación general del sistema público de salud y en particular del sistema de atención primaria, el despliegue caótico de micro cuarentenas móviles a escala local y hasta barrial, la existencia de un paradigma “hospitalocéntrico” y las dificultades de las poblaciones empobrecidas para movilizarse hacia los centros de salud, las prerrogativas y los nulos aportes de los seguros privados para afrontar la crisis y la incidencia de una de las tasas de mortalidad cada cien mil habitantes más altas de la región y el mundo. Incluso fueron incrementándose las denuncias sobre la manipulación de los datos oficiales de contagios y decesos.
Hacia la Constituyente
En pleno contexto pandémico Chile deberá afrontar la solución de compromiso adoptado tras las protestas de Octubre.
El llamado “Pacto por la paz social y una nueva Constitución” implicó el triunfo de las posiciones que propugnaban por una salida constitucional a la crisis social y política, frente a quiénes promovían una salida de tipo destituyente que como primer paso lograra la renuncia inmediata del primer mandatario. La aprobación de Piñera, en caída libre desde entonces, llegó según una encuesta de Criteria a tan sólo un 12 por ciento en agosto. El pacto partió aguas en la oposición y entre las mayorías movilizadas y fue suscrito por el propio Piñera, por los partidos de la ex Concertación y por buena parte de los principales partidos progresistas y de izquierda, con la salvedad del Partido Comunista.
Los puntos del acuerdo incluyen la realización de un plebiscito previo, previsto originalmente para el 26 de abril y pospuesto por la pandemia para el 25 de octubre, y la elección por sufragio entre una Convención Mixta Constitucional (con participación de congresistas y de delegados constituyentes) o una Convención Constitucional (con el pleno de sus miembros elegidos a tal efecto). Además, los acuerdos constitucionales deberán ser aprobados por dos tercios de dicha Convención y se deberá celebrar un plebiscito final ratificatorio, cuyo voto será obligatorio para toda la ciudadanía. Al día de hoy la opinión de los chilenos y las chilenas es prácticamente unánime: según el sondeo de Pulso Ciudadano realizado en agosto, el 71,3 por ciento de la población está de acuerdo con una nueva constitución, mientras que solo el 9,9 por ciento apoya el mantenimiento de la carta magna vigente. Sin embargo, senadores de los partidos derechistas UDI y Renovación Nacional cuestionan la validez del proceso y plantean posponer el plebiscito con motivo del COVID-19.
Diversas elecciones han tenido y tendrán lugar en América Latina y el Caribe durante la vigencia de la pandemia, pero solo la de Chile tendrá un carácter refundacional y constituyente. El proceso deberá lidiar además con otros fenómenos simultáneos: la crisis económica en ciernes y sus esperables consecuencias sociales; la irrupción de una nueva derecha cada vez más activa y radicalizada que buscará boicotear el proceso y preservar la constitución pinochetista del año 80; la emergencia del movimiento de mujeres, la ampliación de las agendas y la aparición de nuevos partidos políticos feministas; la participación constituyente de las comunidades indígenas y la incorporación o no de sus demandas de autonomía en medio del recrudecimiento de las políticas represivas en la Araucanía; y también la continuidad de las reivindicaciones en torno a las Administradoras de Fondos de Pensión y la privatización del agua y otros bienes comunes. Hacia el 25 de octubre se pondrá a prueba el vigor del movimiento social que busca acabar con la Constitución legada por la dictadura. La perspectiva abierta, fracasado el interregno de los gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría, es la de avanzar en la construcción, ahora si, de un Chile “post post-pinochetista”.