Colombia: donde la clase política dominante quiere teñir el país con sangre de la clase obrera

Frente a un Estado que asesina a su propio pueblo, el pueblo colombiano sigue en las calles y continúa resistiendo.

Por Laura Capote y Zoe Alexandra

En Colombia, en la medida en que los cuerpos represivos del Estado (la policía y los militares) utilizan la violencia para tratar de reprimir las movilizaciones masivas que surgieron del paro nacional, los y las manifestantes presencian flagrantes violaciones de sus derechos humanos.

Los medios hegemónicos de comunicación colombianos ‒ y del continente en general ‒ guardan un silencio selectivo sobre las atrocidades. Para romper el bloqueo mediático, las personas que buscan conocer o compartir información sobre la situación actual, han tenido que recurrir a las redes sociales. Durante el día, circulan fotos de marchas coloridas y alegres movilizaciones. Por la noche, a un ritmo desesperante, comienzan a aparecer vídeos terroríficos: el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y la policía disparando armas de fuego contra manifestantes indefensos, agentes de las fuerzas de seguridad disparando o apresando jóvenes en las barriadas, aterrorizando a la población, madres llorando y gritando porque sus hijas o hijos fueron asesinados.

Según Temblores e Indepaz, dos organizaciones de derechos humanos que han hecho seguimiento a las denuncias de violencia policial, entre el 28 de abril y el 8 de mayo, las acciones violentas de las fuerzas de seguridad del Estado provocaron la muerte de al menos 47 personas, la detención arbitraria de 963 personas, 28 víctimas de lesiones oculares y 12 víctimas de violencia sexual. En total, se registraron 1.876 casos de violencia policial.

También se ha denunciado que, además de los constantes y sistemáticos ataques de las fuerzas de seguridad a los y las manifestantes, las personas que desempeñan funciones de acompañamiento y verificación en las movilizaciones ‒ defensores de derechos humanos, periodistas y personal de salud ‒ han sido objeto de ataques y violaciones de sus derechos por parte de la policía. El ataque armado en Cali contra un grupo de defensores de derechos humanos que acompañaba, el 3 de mayo, la misión de verificación de Naciones Unidas fue ampliamente condenado, pero lejos de ser una excepción, esto forma parte de una estrategia de terror e intimidación dirigida hacia quienes se manifiestan en contra de la represión estatal.

Tras varias noches de terror, la comunidad internacional rompió el silencio. El 4 de mayo, la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas emitió un comunicado contundente en el que se expresa “profundamente alarmada” por lo que está ocurriendo en Cali, donde “la policía abrió fuego contra los manifestantes que protestaban contra las reformas fiscales, matando e hiriendo a varias personas”. El organismo internacional recuerda a las autoridades del Estado colombiano que tienen la “responsabilidad de proteger los derechos humanos, incluido el derecho a la vida y a la seguridad personal, y de facilitar el ejercicio del derecho a la libertad de reunión pacífica”. Tras la declaración de la ONU, la UE, Estados Unidos y otros países se sumaron a condenar la situación y pedir al Gobierno colombiano que retire el ejército de las calles y detenga la violencia contra la población civil.

Sin embargo, en lugar de retirar a las fuerzas públicas o contener su violencia, el Gobierno nacional y las autoridades locales han intensificado la represión y están utilizando sus canales de comunicación para señalar a las personas que participan en las protestas como vándalos y terroristas, en un intento por justificar lo que pueda ocurrir si caen en manos de las autoridades.

¿Qué motivó las protestas?

El paro nacional comenzó el 28 de abril y fue convocado para luchar contra un proyecto de ley que aumentaría los impuestos a los bienes de consumo diario, a los servicios públicos y a las pensiones, entre otras cosas. Este proyecto impactaría directamente a la clase trabajadora, que ya está sufriendo por el impacto de la pandemia y el bloqueo. El 2 de mayo el presidente de Colombia, Iván Duque, anunció que retiraría el proyecto de ley, pero también afirmó que presentaría uno nuevo, elaborado con otros partidos políticos. Sin embargo, la reforma fiscal no es más que la punta del iceberg. Durante las últimas tres décadas, el modelo neoliberal se ha consolidado en Colombia: el Estado no garantiza a los ciudadanos derechos básicos como educación, salud y vivienda.

Según un estudio realizado por el Índice de Desarrollo Regional-América Latina en octubre de 2020, Colombia es uno de los países más desiguales de la región y tiene la mayor brecha de desarrollo entre sus regiones.

El DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) publicó el 29 de abril de 2021 un informe en el que estima que 21 millones de personas, es decir, el 42,5% de la población, vive en la pobreza, lo que supone un aumento del 6,8% respecto al año pasado. Además, confirma que 7,4 millones de personas viven en la pobreza extrema. Las cifras del DANE también indican que el 49,2% de la población trabajadora sólo tiene un empleo informal, pero según Milena Ochoa, directora de la Corporación para la Educación e Investigación Popular-Instituto Nacional Sindical (CEDINS), la cifra real podría estar más cerca del 70%.

Estas poblaciones han sido especialmente afectadas por las medidas de restricción activadas para combatir la pandemia del COVID-19, sobre todo porque el Gobierno ha hecho poco por proporcionar ayuda económica. Otro informe del DANE mostró que entre marzo de 2020 y abril de 2021, el 87,3% de las muertes por COVID-19 correspondían a personas de los tres estratos socioeconómicos más bajos del país. A pesar de tener una población de apenas 50 millones de habitantes, hasta el 10 de mayo, Colombia ocupaba el 12º lugar a nivel mundial en número de casos confirmados de COVID-19, con 3.002.758, y el 11º en número de muertes por la enfermedad, con 77.854.

Es de estos sectores empobrecidos que el Gobierno quiere tomar recursos para resolver el déficit fiscal y no, por ejemplo, de Luis Carlos Sarmiento del Grupo Aval, quien controla un tercio del sistema bancario en Colombia; o de Alejandro Santo Domingo, dueño de varias empresas de telecomunicaciones, de la cervecera Anheuser-Busch InBev y de varios centros comerciales; o de Carlos Ardila Lülle, dueño de empresas azucareras y canales de televisión.

Colombia: Estado genocida

A lo largo de los 60 años de conflicto armado interno en Colombia, las organizaciones de derechos humanos, los sindicatos y los movimientos sociales han sido catalogados por el Estado como enemigos internos. El tratamiento estatal del conflicto político y social interno corresponde al de una guerra que se libra contra un bando enemigo y ha llevado al desarrollo de una política de contrainsurgencia contra el pueblo organizado, dejando sin lugar democrático a las diferentes formas organizativas de la oposición y respondiendo con criminalización y persecución política.

Según el discurso del Estado, lo que ha sufrido Colombia durante más de seis décadas no es un conflicto de origen social, sino una guerra entre bandidos, como se describe en la teoría de los dos demonios que padecieron América Latina y el Caribe durante la implementación de la Operación Cóndor, dirigida por la CIA. Este enemigo del Estado ha ido cambiando de nombre, dependiendo ‒ no por coincidencia ‒ de las orientaciones del Pentágono, es decir, de la política exterior de Estados Unidos. La oposición política al régimen capitalista y terrateniente fue criminalizada en la “guerra contra el comunismo”, luego en la “guerra contra el narcotráfico” y finalmente en la “guerra contra el terrorismo”. Con estas excusas, el Estado colombiano ‒ con un enorme apoyo estadounidense que va desde el entrenamiento militar hasta la financiación concreta para mejorar el aparato represivo del Estado ‒ ha atacado sistemáticamente todos los procesos organizativos que buscan cambiar el statu quo de desigualdad y autoritarismo. A lo largo de la historia, ha buscado limitar la participación política de la oposición a cualquier costo, a través del desmantelamiento de las organizaciones y el exterminio directo.

Todo esto se ve reflejado en las trágicas experiencias del siglo XX colombiano: desde Guadalupe Salcedo, líder guerrillero asesinado por el Estado en 1957 (rompiendo el acuerdo para su desmovilización) hasta los genocidios de la Unión Patriótica, A Luchar, y otros movimientos y partidos políticos surgidos de los acuerdos de paz durante la década de los 80, que suman 4.000 personas exterminadas en campos y ciudades colombianas a través del plan militar Danza Roja, ejecutado durante la década de los 80 y 90. Actualmente, las masacres continúan con el asesinato sistemático de líderes sociales y políticos: desde 2016 hasta la fecha, más de 1.000 personas han sido asesinadas por razones políticas.

Para el Estado colombiano, cualquier expresión de oposición es declarada extraoficialmente como objetivo de guerra, a ser “atendido” por el propio aparato represivo del Estado o por las fuerzas paramilitares. El paramilitarismo en Colombia ha sido una política de Estado, a partir de la que se han creado ‒ con la connivencia y el financiamiento de diferentes Gobiernos ‒ diversas estructuras armadas ilegales que se encargan del “trabajo sucio” que en teoría el Estado no puede hacer, pero que sin embargo hace, como lo demuestran las cientos de denuncias de violaciones de derechos humanos por parte de las fuerzas estatales.

Es en este contexto que se puede entender la extrema violencia que ejercen hoy las fuerzas de seguridad contra los y las manifestantes del paro nacional. Para el Estado, la multitud de personas en las calles no es más que un grupo de “vándalos y terroristas”. El tratamiento militar de la protesta social es un problema central que se origina en el hecho de que en Colombia, a diferencia de otros países, las fuerzas de seguridad y de defensa son consideradas como parte de la misma fuerza represiva y dependen del Ministerio de Defensa. Esencialmente, se maneja una protesta civil como se manejaría un campo de batalla. Esta analogía es la única forma de entender cómo la Policía Nacional abre fuego contra los manifestantes, cómo los helicópteros sobrevuelan los barrios residenciales y cómo hay un número escandaloso de personas detenidas, torturadas y desaparecidas en el marco de este paro nacional.

Vientos de cambio: Colombia Anti-Uribista

El levantamiento social en calles y plazas de los pequeños pueblos y ciudades de toda Colombia responde a un acumulado de años priorizando el gasto militar por encima de las garantías a los derechos básicos de salud, educación y vivienda, criminalizando el movimiento social, señalando a los líderes y lideresas sociales y defensores de los derechos humanos como terroristas, asesinando con absoluta impunidad y haciendo todo lo posible por desalentar la participación política de las y los ciudadanos. Lo que vemos hoy en Colombia es una movilización sin precedentes, que ha sido capaz de politizar a una generación que el neoliberalismo hubiera preferido mantener despolitizada y sin interesarse por nadie más que por ellos mismos.

La crisis social y política en Colombia creció como una bola de nieve, y hoy los movimientos populares podrían crear un cambio significativo en la dirección del país. El Estado, liderado por el Gobierno uribista de Iván Duque y Álvaro Uribe, parece haber superado su tiempo, y responde a esta enorme fiesta popular de cambio y transformación con una receta clásica: represión, asesinato, encarcelamiento, amenazas y miedo, intentando arrasar con todo lo que encuentra a su paso.

A pesar de todo esto, los colombianos y colombianas de todas las edades están respondiendo con organización, resistencia y alegría, inundando las calles con la bandera tricolor y abrazando este grito de justicia. Estas personas organizan ollas populares, se cuidan entre sí durante la violenta represión y bailan, juntas, salsa y joropo.

La era está pariendo un corazón, dice la canción del cantautor cubano Silvio Rodríguez. En Colombia, el pueblo está pariendo un nuevo país. La estrategia del Estado ya no funciona. Hoy, el deseo de cambiar y avanzar de la Colombia bélica y colonial a una Colombia digna y humana para todos supera el miedo.

Este artículo fue producido por Globetrotter.

Laura Capote es una periodista colombiana y activista de la Marcha Patriótica de Colombia. Es miembro de ALBA Movimientos, y trabaja en la oficina de Buenos Aires del Instituto Tricontinental de Investigación Social.

Zoe Alexandra es periodista y coeditora de Peoples Dispatch. Cubre los movimientos sociales y las políticas de izquierda en América Latina y el Caribe.