Las trabajadoras de casa particular y el sostén social de la pandemia

Las trabajadoras domésticas forman parte de una gran comunidad de trabajadores informales, muchos de los cuales son quienes sostienen a la comunidad durante la pandemia.

Por Taroa Zúñiga Silva

Las cuarentenas recurrentes entre este año y el pasado han tenido un profundo impacto en la educación, el empleo y la forma de trabajar a nivel mundial. Todas estas transformaciones han tenido un efecto especialmente duro en las mujeres.

Según UNICEF, más de 168 millones de niños y niñas en todo el mundo han tenido sus escuelas cerradas durante casi un año, teniendo que recurrir al “tele-colegio”. En la mayoría de los hogares de estos niños y niñas, son las mujeres las que han soportado la mayor parte de la carga de esta nueva metodología.

Mientras tanto – y a pesar de que el trabajo desde casa se ha convertido en la “nueva normalidad” – la pandemia ha provocado la pérdida de 24,7 millones de puestos laborales, según una estimación de la Organización Internacional del Trabajo. Según la misma organización, es probable que la desigualdad económica empeore, ya que la crisis del empleo afecta de forma desproporcionada a las mujeres y a los inmigrantes.

En América Latina, las cuarentenas han llegado a definir la vida durante la pandemia, cuyo impacto social ha sido soportado de forma desigual por las mujeres. En familias que se ven obligadas a decidir que solo uno de los miembros salga a trabajar y el otro se mantenga en casa realizando las labores de cuidado, la balanza se inclina por quien pueda producir más dinero. En esta decisión, la brecha salarial por género pasa factura a las mujeres, que han tenido – en muchos casos – que abandonar sus trabajos y regresar a la casa.

En los casos en los que las mujeres intentan conservar su empleo, asumen la mayor carga de las tareas domésticas en comparación con los hombres. En los sectores más privilegiados, suele optarse por contratar a otra mujer trabajadora para que ejecute las labores de cuidado, como la cocina, la limpieza, la crianza de los niños y niñas y el cuidado de personas mayores. Según datos facilitados por ONU Mujeres en 2016, de cada seis personas que realizan trabajos en casas particulares, una es migrante y, de la totalidad de estos trabajadores, el 73,4% son mujeres. Esto quiere decir que las trabajadoras de casa particular son, en su mayoría, mujeres migrantes.

Debido a la precariedad del trabajo doméstico y a los pocos espacios de representación a los que tienen acceso estas trabajadoras, sus condiciones laborales son pésimas. Según los datos facilitados por Alianza por la Solidaridad, el 57% de las trabajadoras de casa particular no tienen un horario de trabajo fijo. Esto significa que estas trabajadoras no controlan el tiempo que trabajan por día o cuándo pueden salir de sus espacios de trabajo, ni tampoco controlan sus descansos y sus comidas.

Las trabajadoras de casa particular y la pandemia

Durante la pandemia, la situación de las trabajadoras de casa particular ha empeorado. Se les plantean duras opciones: o bien se quedan en casa de su empleador mientras dure la pandemia y, por tanto, descuidan a sus propias familias, o bien optan por desplazarse y se arriesgan a perder su trabajo porque sus empleadores temen que puedan llevar el virus a sus hogares. Los sindicatos de trabajadores domésticos han protestado contra esta terrible elección, pero sus voces no aparecen en los medios de comunicación, en gran medida, porque estas mujeres son marginadas y tratadas como partes invisibles de la sociedad.

Las trabajadoras domésticas forman parte de una gran comunidad de trabajadores informales, muchos de los cuales son quienes sostienen a la comunidad durante la pandemia. Son estas trabajadoras informales las que han atendido la distribución de alimentos, la limpieza de espacios públicos y el trabajo en pequeñas tiendas de comestibles y otros comercios. Corren un alto riesgo de infectarse no sólo por la naturaleza de su trabajo, sino también por sus largos desplazamientos en transporte público. En Sudamérica, este tipo de trabajos los desempeñan mayoritariamente mujeres inmigrantes, muchas de las cuales tienen un estatus migratorio irregular.

‘En la pandemia, no tenemos derechos laborales: tenemos condiciones de trabajo’

Angélica Venega migró de Perú a Chile para producir más dinero y poder financiar la educación de su hija. Un familiar la puso en contacto con el Sinducap, el Sindicato Unitario de Trabajadoras de Casa Particular y Actividades Afines. Sinducap forma parte de la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadoras del Hogar, fundada en 1988. El Sinducap, me dijo Venegas, le permitió negociar unas condiciones de trabajo claramente definidas en el hogar donde está empleada. Estas condiciones de empleo incluyen el horario de trabajo, la provisión de comidas y dinero para el transporte, el pago de la seguridad social, la exigencia o no de un uniforme y los límites de lo que se espera durante el horario de trabajo.

Emilia Solís Vivano, presidenta de Sinducap, me dijo que hay más de 300 personas en el sindicato. Los miembros del sindicato no son sólo trabajadoras de casa particular, sino que también incluyen proveedores de comida, jardineros y limpiadores de ventanas. Estos trabajadores son quienes sostienen los altos estándares del modo de vida de sus empleadores. Desgraciadamente, esos estándares se alejan muchísimo de su propia realidad.

La situación de los trabajadores, ya precaria antes de la pandemia, ha empeorado en los últimos meses. “Debido a la estigmatización de las trabajadoras domésticas como posibles [portadoras] del virus”, me dijo Venega, “muchos empleadores nos piden que vivamos en la casa para evitar el uso del transporte público. Esto no es exactamente una oferta. Si no aceptas esta oferta, te despiden. Te despiden, pero como te hacen una oferta que rechazas, lo llaman renuncia. Si renuncias, no hay [ningún] beneficio legal. En la pandemia, no tenemos derechos laborales: tenemos condiciones de trabajo”.

La exigencia de que las trabajadoras domésticas vivan en su lugar de trabajo, dijo Venega, no sólo tiene que ver con la pandemia, el miedo a las enfermedades y la desconfianza en los protocolos de salud. “La pandemia”, dijo, “está siendo utilizada por los empleadores para prolongar la jornada laboral sin aumentar el salario”. Cuando se vive en la misma casa en la que se trabaja, las horas de trabajo pueden acabar siendo dictadas por la conveniencia y las condiciones laborales de los empleadores, que pueden exigir más atención una vez que llegan a casa del trabajo, durante los fines de semana cuando reciben visitas, y según el horario de sus hijos o hijas.

“Estas son condiciones”, me dijo Venegas, “que los patrones no tolerarían en sus propios lugares de trabajo, donde ellos son los empleados, pero no tienen reparos a imponernoslas a nosotras. Los empleadores suelen reducir los salarios de las trabajadoras, alegando que sus propios salarios se han reducido debido a la pandemia”.

Si un trabajador está infectado por el virus COVID-19 y no puede asistir a su lugar de trabajo, corre el riesgo de ser despedido. Además, es responsable de pagar su tratamiento y aislarse – por su propia cuenta – durante de cuarentena. En el caso de los trabajadores migrantes, que pueden no tener una casa a la que ir o un familiar con el que refugiarse, un despido o una infección, podría traducirse en una deportación.

“Esta nueva normalidad”, me dijo Venegas, “no tiene nada tan nuevo. Solo ha empeorado algunas cosas que ya eran así antes antes de la pandemia” y agregó: “lo único que se está normalizando, es la avaricia”.

 

Este artículo fue producido para Globetrotter.


Taroa Zúñiga Silva es co-editora, junto con Giordana García Sojo, del libro Venezuela, Vórtice de la Guerra del Siglo XXI (2020). Es integrante de la Secretaría de Mujeres Inmigrantes en Chile. También es parte de Mecha Cooperativa, un proyecto del Ejército Comunicacional de Liberación.