La bala que no salió el 1 de septiembre del 2022 no fue la simple bala de una Bersa Thunder 32. Fue la bala de un mundo en guerra. Fue una bala ejecutada por un comando operativo, por una organización instigadora y por un círculo rojo que la financió. Fue la bala de un sistema político en crisis. Fue la bala que intentó herir de muerte una vapuleada democracia.
Y si, el mundo está en guerra. “Tercera guerra mundial en cuotas” la llamó el Papa Francisco. Guerra de cuarta generación, guerra de baja intensidad, guerra híbrida. Esta forma de conflicto tiene cinco escenarios: el diplomático, el informático/mediático, el económico, el judicial/político, y el paramilitar. Como reza un documento de entrenamiento clasificado del Ejército de Estados Unidos: “degradar el aparato de seguridad del gobierno (los elementos militares y policiales de poder nacional) hasta el punto de que el gobierno sea susceptible de ser derrotado”. El punto no es necesariamente sustituir un gobierno hostil por uno que le sea favorable a determinado interés. En el fondo las guerras híbridas son caos gestionado, donde el enemigo nunca muestra la cara, donde todo intento de normalización institucional se torna un objetivo fallido.
Nuestro continente y nuestro país no son la excepción. Durante los primeros años del siglo XX los gobiernos neoliberales surgidos a partir del Consenso de Washington comenzaron a entrar en crisis generando un ciclo regional de gobiernos populares y progresistas. Esa transición se dio dentro de las reglas del juego de las democracias representativas del continente, y en algunos casos como Venezuela y Bolivia, lograron profundas transformaciones constituyentes.
Las derechas regionales comenzaron a articular el armado de herramientas políticas con el desarrollo paralelo de esquemas de desestabilización centralmente en los planos mediáticos, económicos y judiciales. Durante la segunda década de este siglo, el mapa regional volvió a cambiar consolidando una reacción conservadora. Triunfaron gobiernos de derecha y el metabolismo de la lucha de clases comenzó a acelerarse en el continente, registrándose fuertes y profundas protestas que tuvieron como protagonista a los sectores más excluidos de la sociedad.
Esta nueva ola de conflictos vio nacer un nuevo ciclo de gobiernos progresistas altamente condicionados en México, Honduras, Argentina, Chile, Perú, Colombia y Brasil. Pero lejos de resignarse, la derecha continental intensificó su ofensiva, haciendo tambalear todos los consensos democráticos que vivió América Latina desde hace 40 años. El bolsonarismo regional y la proliferación de grupos de extrema derecha son el máximo exponente de los nuevos tiempos. Nuestro continente está en guerra, vive conflictos cotidianos y permanentes, sufre nuevamente golpes de Estado. Es un terreno inestable en un mundo convulsionado.
Fue dicho claramente por jefa del Comando Sur norteamericano, Laura Richardson, quien no disimuló el interés que tiene la potencia del norte en la región. La castrense, sin dudar, destacó su interés en el triángulo del litio (Argentina, Bolivia y Chile), la concentración de “las reservas de petróleo más grandes”, “los recursos de Venezuela, con petróleo, cobre, oro”, los bosques de la Amazonia, “los pulmones del mundo”, y “el 31 % del agua dulce del mundo”. El continente cruje a la par de la guerra comercial entre EEUU y China, es un territorio en disputa por el potencial de sus recursos donde la capacidad de resistencia de sus pueblos amenaza espurios intereses.
El atentado contra la vicepresidenta no fue el primer intento de magnicidio en la región. El 4 de agosto del 2018, un ataque conjunto de drones explotaron a escasos metros del presidente venezolano Nicolás Maduro. Las investigaciones de las autoridades bolivarianas determinaron que el ataque fue realizado por un grupo denominado “Soldados de Franelas”, conformado por militares rebeldes. El ataque fue coordinado con elementos colombianos y norteamericanos, y contó con el apoyo logístico interno por parte de algunos miembros de la oposición que, al igual que en el atentado contra CFK, deslizó la posibilidad de una operación de falsa bandera.
Durante el golpe de Estado del 2019 en Bolivia, el objetivo final de los grupos de extrema derecha era asesinar al depuesto presidente Evo Morales al punto que tuvo que moverse clandestinamente durante varias horas hasta lograr su traslado a México. La brutal represión impartida por el gobierno de facto de Jeanine Áñez fue apoyada armamentísticamente por el gobierno de Mauricio Macri y Patricia Bullrich, además de contar con una base de operaciones en Jujuy bajó el amparo del gobernador Gerardo Morales.
Al igual que en los casos anteriormente citados, el intento de asesinato a CFK lejos de ser solo un mero producto residual de los discursos mediáticos de odio, fue una operación con un claro objetivo: descabezar, desmoralizar y someter a las fuerzas nacionales y populares, generando desconcierto en sus organizaciones y estructuras, y consolidando un escenario de caos finamente administrado en pos de romper con varios de los consensos democráticos para garantizar un nuevo ciclo de saqueo regional de recursos. Una fase superior de la guerra híbrida que vivimos día a día.
Esta operación contó con un grupo operativo compuesto por la llamada “banda de los copitos” integrada por Fernando Sabag Montiel (el ejecutor), Brenda Uliarte y Gabriel Carrizo (los coautores). Pero también contó con un grupo instigador, una organización de superficie llamada Revolución Federal, liderada por Jonathan Morel, la cual fue investigada extrañamente en otra causa. Los jueces Marcelo Martínez de Giorgi y María Eugenia Capuccetti jamás vincularon las causas. Menos aún investigaron rápidamente las vinculaciones con el posible apoyo logístico del diputado Gerardo Milman (cercano a Patricia Bullrich) y el abogado Hernán Carrol (vinculado a Javier Milei), así como el financiamiento de Revolución Federal por parte del grupo Caputo (hermanos del alma del expesidente Macri).
Ahora bien, la bala que no la salió es la bala de un mundo en guerra. Es la bala de una ofensiva radicalizada y violenta por parte de la extrema derecha. Pero es también la bala de un sistema político en crisis y de una democracia hostigada. Luego del intento de magnicidio, la candidata a presidenta por Juntos por el Cambio no repudió el atentado, por el contrario cuestiono el feriado asignado por el presidente Alberto Fernández. El candidato a presidente por La Libertad Avanza matizo su repudio con una escandalosa escena en la Cámara de Diputados de la Nación.
El sistema político le queda chico a las enormes pretensiones de concentración de los grupos de poder, y a su vez no resuelve los problemas de la gran porción de la sociedad. El continente y nuestro país atraviesa un escenario abierto de confrontación que parece tener paralizadas, desorientadas y ralentizadas a las fuerzas del campo popular, permitiendo de esta manera el avance triunfal de la derecha quien cuenta ya no solo con el poder del dinero y las armas, sino también con el consenso, la masa y la protesta social que debería pertenecer a las organizaciones populares. Los números de las recientes elecciones, incluso el pasado bastante reciente del candidato oficialista, demuestran que la bala no salió físicamente, pero si políticamente. El escenario se corrió a la derecha, rozando el abismo de la deshumanización.
Entre la bala que no salió y las elecciones primarias en las que Javier Milei salió primero, hay un hilo de continuidad. Es la bala que se mete en las entrañas de una democracia que a pesar de haber sido manipulada, pisoteada, traicionada, surgió a partir de manifestaciones como la de San Cayetano de 1981, o la Huelga General del 1982. Es la democracia que no se rompió a pesar de la enorme crisis del 2001, por el contrario, en algún punto se vio fortalecida en participación y politización. Esa democracia es la que está en peligro. Es la democracia que aquella bala que no salió la noche del 1 de septiembre, si logró de alguna manera herir. Pero no de muerte, aun persiste. Su suerte dependerá de aquellos millones que han sabido sostenerla y de la maravillosa capacidad que tiene la Historia de, a veces, curar las más duras heridas.