De sushi y choripanes: acerca de la “clase media” y sus usos ideológicos

Fernando Toyos, sociólogo de la UBA, nos invita a analizar el origen mítico de la clase media, sus usos políticos y su estado actual. Los "valores del esfuerzo y el sacrificio" como germen mítico de la Argentina del trabajo y el progreso.

En el día de ayer, el diario La Nación publicó una nota de opinión titulada “La discordia histórica entre la clase media y la ‘patria choriplanera'”, firmada por el abogado y ensayista Marcelo Gioffré.

A través del cuento “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher, el artículo desarrolla un argumento que pretende trazar una continuidad histórica entre los sectores medios de mediados del siglo XX y la migración reciente de origen venezolano: elles serían quienes portan hoy la llama de los “valores del esfuerzo y el sacrificio”, germen mítico de la Argentina del trabajo y el progreso.

El autor describe a Lanari, protagonista del excelente cuento, como el hijo de un inmigrante que, a través de su esfuerzo individual, llegó a ocupar una posición socioeconómica privilegiada, típicamente asociada a la “clase media”. En el cuento, Lanari no puede dormir por culpa de una mujer – una “cabecita negra” – que hace ruido en la calle, escena a partir de la cual se desarrolla una breve historia en la que un policía – otro “cabecita negra” – lo acusa de haber abusado de la mujer, que resulta ser su hermana, golpeándolo y deshonrando su respetable condición de ser “clase media”.

El cuento sugiere algo que la nota omite: Lanari, apellido de origen italiano, es el hijo de un inmigrante europeo. La mujer y el policía, cabecitas negras. Los tres están marcados por trayectorias migrantes, pero no son migraciones iguales.

Lanari, apellido de origen italiano, es hijo de un inmigrante europeo, procedente de la oleada migratoria ultramarina que se desarrolló -grosso modo- entre los años 1880 y 1930. La mujer y el policía son parte de las corrientes migratorias internas que movilizaron millones de personas que, como les migrantes de ultramar, se desplazaron desde distintas provincias hacia el Área Metropolitana de Buenos Aires buscando un futuro mejor.

Como señalan numerosos estudios, los migrantes de origen europeo, que llegaron a un país cuya estructura de clases se encontraba en desarrollo (en el marco de la inserción agroexportadora, con todo lo que esto supone) tendieron a ocupar posiciones de clase obrera, aprovechando en muchos casos calificaciones laborales -oficios- que traían de sus países de origen.

Como retrata la obra teatral M’hijo el dotor, a través de la educación pública, los hijos -generalmente varones- de estos migrantes en muchos casos lograron conseguir trabajos calificados y ejercer profesiones liberales, ocupando así posiciones típicamente consideradas “de clase media”.

Las corrientes migratorias internas, por su parte, corrieron con múltiples desventajas. En primer término, su arribo a la gran urbe ya no coincidió con una estructura de clases tan abierta como la que habían encontrado los migrantes de ultramar. Por otro lado, no cabe duda que operó ese fenómeno tan recurrente como negado en nuestra sociedad: el racismo, manifestado en una preferencia explícita -lo podemos ver en las figuras de Sarmiento y Alberdi- por la migración europea, en detrimento de la población criolla y mestiza.

Para decirlo rápidamente, mientras la migración europea tendió a conformar estratos medios, a partir de trabajos calificados y profesiones, los migrantes internos, llamados por el desarrollo industrial, conformaron la clase obrera industrial que emergería como actor político nacional durante el peronismo. Aunque el autor, curiosamente, omita nombrarla, la raza es una parte fundamental del argumento que desarrolla.

El corazón del artículo publicado ayer radica en el paralelismo que el autor traza entre la “clase media” representada por Lanari y “los nuevos inmigrantes venezolanos que vienen a hacer delivery o bolivianos que trabajan en albañilería”, que encarnarían los valores meritocráticos del esfuerzo individual como única vía válida de ascenso social.

Es curioso que el actor “patria choriplanera”, nominado con esa alusión tan cargada de sentidos despectivos, sea el que menos desarrollo tiene en la argumentación: apenas una vaga referencia a un corte de calle que perturba la jornada de un trabajador de origen venezolano (la figura del corte de calle incita a pensar en unx trabajadorx de plataformas, acaso a bordo de una bicicleta).

Para completar el texto del autor, permítasenos suponer que quienes componen esta “patria choriplanera” son las hijas e hijos, nietas y nietos de aquellos “cabecitas negras” de ayer: esa clase obrera que, expulsada del empleo formal por el neoliberalismo, se inventa día a día su trabajo en la economía popular.

Así las cosas, el único giro medianamente interesante de la argumentación entraña una paradoja: mientras el autor ensaya una postura conciliatoria ex-post facto entre la clase media de mediados del siglo XX y los cabecitas negras, condenando las actitudes racistas de Lanari, el antagonismo entre los migrantes de origen venezolano y la “patria choriplanera” mantiene todo su filo.

Casi parece un reclamo velado a que el próximo gobierno se disponga a satisfacer el reclamo que Lanari le planta al policía: poner, de una buena vez, a la “patria choriplanera” en caja. Un interrogante queda flotando: ¿qué costo está dispuesto a asumir nuestro Lanari para ver realizada su anhelada “paz social”?

La nota publicada en el diario La Nación, el mismo que alzó la voz en varias ocasiones contra el enjuiciamiento a los genocidas de la última dictadura cívico-militar (entre otras causas nobles), podría tratarse de un curioso e interesante artefacto literario, pero su valor histórico y sociológico es, al menos, dudoso.

No solamente es un hecho estudiado que los sectores medios se expandieron, durante los dos primeros gobiernos peronistas, “al calor del Estado”, usando la expresión de Gino Germani, sociólogo cuyo origen migratorio muy probablemente sea del agrado del autor de marras.

Más importante que esto es el hecho de que el verdadero verdugo de esa “clase media” a la que invoca -y que, insistimos, es mucho más dependiente del empleo estatal de lo que la “clase media” (en tanto constructo ideológico-narrativo) puede soportar- son las políticas neoliberales implementadas en nuestro país a partir de -oh, casualidad- la última dictadura cívico-militar.

Como analiza la socióloga Maristella Svampa en su clásico “La sociedad excluyente”, aquellos sectores medios que encontraban en el espacio público -la escuela, la esquina del barrio, etc.- un terreno de sociabilidad común, lejos del antagonismo con las clases populares que nuestro Lanari imagina, se encontraba orgánicamente vinculada con ellos a partir de la movilidad social ascendente.

Esta ligazón, que cimentaba una estructura social altamente integrada (al menos en los grandes centros urbanos) no fue atacada ni por los subsidios, ni por los piquetes, ni por la inflación (aunque la haya padecido): sus enterradores fueron la apertura de importaciones, la pulverización del poder adquisitivo del salario de obreros y empleados y la brutal represión de toda actividad político-sindical que la implementación de las políticas neoliberales requirió.

A la salida de la dictadura comenzó a manifestarse una fractura en estos sectores medios, acentuada con la continuidad de las políticas neoliberales en las postrimerías del gobierno de Alfonsín y su radicalización a partir de la crisis hiperinflacionaria de 1989 y el ciclo político del menemismo y la alianza Frepaso-UCR.

La situación actual de los sectores medios no es tan dramática como describe nuestro autor, quien se refiere a ella como una “clase media miniaturizada”. Como la masiva concurrencia de turistas argentinos a Qatar, o los diez shows de la banda británica Coldplay permiten constatar, existen segmentos de los mismos con una capacidad de consumo muy considerable.

El hecho de que esto conviva con un 36,5% de personas con ingresos por debajo de la línea de pobreza, según el INDEC, es un síntoma preocupante que da cuenta de una estructura social y de clases cada vez más fragmentada y polarizada. Lejos de poner esto en cuestión, el artículo lo alimenta: el antagonismo que pretende instalar entre trabajadores -formales, precarios e informales- es falso de toda falsedad.

Tampoco es original: como plantea el historiador Ezequiel Adamovsky, la “clase media” ha sido objeto de invocaciones de este tipo, en nuestro país, desde fines del siglo XIX. La clase social, sin embargo, es una realidad rebelde: a pesar de las reiteradas incitaciones a refugiarse en promesas meritocráticas y actitudes individualistas, tanto los trabajadores de la educación como los estatales, judiciales o bancarios (entre tantos otros que suelen considerarse “de clase media”) siguieron y siguen organizándose colectivamente en sindicatos y partidos, que incluyen -también- a las novedosas organizaciones de trabajadores de plataformas, mal que le pese a los Lanari de ayer y hoy.

No lo hacen porque sean choriplaneros, vagos, ni malos, sino porque la realidad ha demostrado una y otra vez que es esa la mejor herramienta para defender sus derechos.

*Fernando Toyos, es sociólogo de la Universidad de Buenos Aires, docente universitario de las materias “Sociología Política” y “Teorías y Métodos para el Análisis de las Clases Sociales” y becario investigador UBACyT.