Elecciones argentinas 2025: ¿Está la democracia siendo interpelada?

Los niveles de participación electoral en Argentina registran los porcentajes más bajos de la historia reciente. En estas elecciones el ausentismo se volvió protagonista, casi disputándole la mayoría a la participación efectiva. ¿Estamos ante una democracia inviable?

(Estas líneas se escriben en el fulgor de un análisis, probablemente prematuro, de resultados, situaciones y contextos que atraviesa el país en estos días)

Los niveles de participación electoral en Argentina no dejan de caer desde la vuelta a la democracia en 1983. Las últimas elecciones provinciales en Salta, Jujuy, San Luis y Chaco registraron los porcentajes más bajos de la historia reciente. Hasta en la Ciudad de Buenos Aires —supuesto faro cívico del país, que concentra la atención política y mediática— el ausentismo se volvió protagonista, casi disputándole la mayoría a la participación efectiva.

Esto se superpone con el drama de miles de familias bonaerenses que, el último fin de semana, se vieron afectadas por uno de los temporales más destructivos de los últimos años, mientras el Estado nacional mira hacia otro lado, convencido de que desmantelar lo público es su única misión.

En esa «misión apoteótica», avanza violentamente y sin desparpajo los golpes hacia universidades, jubilados y jubiladas, personas con discapacidad, científicos, provincias, periodistas, artistas, organizaciones gremiales y trabajadores en general. Surge la pregunta: ¿Estamos, entonces, ante una democracia inviable? ¿Está la democracia siendo interpelada?

La pregunta es incómoda, pero urgente. Y la respuesta no es sencilla. La idea de “crisis de la democracia” no es nueva. Ya en los años 80, Norberto Bobbio (1987) hablaba de la ingobernabilidad, la privatización de lo público y el poder invisible como factores que alejaban al pueblo de sus anhelos.

La crisis de hoy no es un desvío excepcional, sorpresivo, rupturista, sino —como advierte Lorey (2023)— es parte constitutiva de la misma democracia liberal. Nunca hubo una democracia plena esperando ser restaurada. Lo que llamamos democracia liberal siempre estuvo habitada por exclusiones, contradicciones y desigualdades fundantes.

Además, en este escenario de erosión, mientras las condiciones materiales se degradan —4 de cada 10 trabajadores están en la informalidad y 6 de cada 10 pibes están sumidos en la pobreza—, las instituciones democráticas corren el riesgo de volverse prescindibles y socialmente, caer en las trampas autoritarias y derivas fascistas que nunca redundan en mejores condiciones de vida y, por el contrario, traen más dolor, tiranía y opresión.

Persiste ahí una zona que merece atención: ese apego a la idea de democracia liberal, incluso cuando sus promesas parecen inviables, asumiendo así la condición de “optimismo cruel” (Berlant, 2020) y se vuelve un engaño: una fe sostenida en relatos de mejora que no sólo no se cumplen, sino que reproducen las condiciones del desencanto social sobre la base de desigualdades históricas.

Se sigue invistiendo en la promesa, aun cuando los hechos la desmienten una y otra vez. La democracia se convierte así en otro objeto de ese optimismo cruel: se la invoca para justificar su desmantelamiento. Es decir, sufre una torsión y se vuelve un agravio (García Linera, 2020), se torna en ficción o estafa que abona el terreno para las “nuevas” derechas.

En este contexto, el gobierno nacional intensifica esa frustración y desencanto: desactiva la maquinaria estatal, rechaza la justicia social como principio organizador, redefine derechos como privilegios. Su narrativa no es de reparación ni redistribución, sino de castigo. Se celebra el ajuste como virtud y se postula que lo común —el sistema de salud, la educación pública, las obras de infraestructura, el patrimonio cultural, la seguridad social— son los problemas a eliminar.

En ese relato, lo democrático ya tampoco se presenta como promesa de igualdad, sino como obstáculo para el mérito individual y, por lo tanto, como amenaza para una vida mejor.

Sin embargo, incluso cuando todo parece clausurado, como dice Han (2022), la esperanza más íntima nace de la desesperación más profunda. Esperanzas, en plural, que no surgen como consuelo ingenuo, sino como fuerza que se alza en medio de la desolación; que no desconoce el dolor ni el desencanto, ni se resigna a caer en la simplicidad fútil. Insiste en imaginar otra cosa, en mirar más allá del presente encapsulado por el miedo, la obediencia, el hastío o la renuncia a luchar. Porque la esperanza no es lo opuesto a la crítica: es su continuidad. Es lo que permite seguir actuando incluso cuando ya no creemos del todo.

Para volver políticamente sustanciosa a esa esperanza hay que anudarla con la imaginación. No con la fantasía, sino con la potencia de proyectar lo que aún no existe, pero podría llegar a ser.

La esperanza se vuelve fuerza política cuando rompe la inercia del presente, cuando actúa como vector del deseo colectivo, cuando deja de ser una espera pasiva y se convierte en práctica común. No es algo que se tiene o no se tiene: es algo que se construye. Se ensaya. Se comparte. Se vuelve lenguaje, acción, organización, afecto.

La esperanza que vale no promete un porvenir resplandeciente. Empuja a inventar nuevas formas de vida donde lo común vuelva a ser lo central. La esperanza es lucha, pero sin confundirla con las violencias odiantes. Es insistir obstinadamente en fracturar la normalización de la crueldad que, por estos días, se impone como regla. Es cultivar en cada hendedura el germen de lo común para que otras democracias, y otras prácticas democráticas resurjan.

La clave, quizás, esté ahí: en evitar que la democracia, siguiendo a Laclau (2005), se vuelva un significante vacío, incapaz de condensar un significado común, compartido, con el cual confrontar nuestras demandas y reivindicaciones.

Por eso la necesidad de quebrar la inercia que históricamente la construye como una promesa futura para, en cambio, empezar a practicarla como un presente continuo. No como destino, sino como ejercicio. No como un puñado de instituciones que garantizan, sino como vínculo que se construye y, como un músculo, se ejercita activa y diariamente.

Esa democracia —más porosa y más vital— puede abrirse camino si dejamos de esperar a que venga “desde arriba” o que alguien la organice. Si entendemos que la esperanza no es un estado de ánimo, sino una forma de relación con los/as otros/as y con nosotros/as para crear otros mundos, otras formas de vivir juntos que —con centro en la justicia— desalambren la absurda dicotomía entre libertad e igualdad.

No se trata, de ningún modo, de elegir entre pesimismo o entusiasmo, ni de reducir la esperanza a consignas voluntaristas y deshabitadas de politicidad que la reducen a eslóganes convocados por el marketing. La apuesta es otra: producir una esperanza penetrante, sólida, compartida, organizada que no tema nombrar las derrotas pero tampoco renuncie a transformar lo que duele. Una esperanza con cuerpo(s), con memorias y con sentidos sobre el presente y los pasados. Porque sólo esa esperanza puede hacernos imaginar una democracia que no prometa sin cumplir, que no repita lo que nos desgasta, nos duele o nos frustra y que sea, no un problema o amenaza a evitar, sino un deseo a sostener.

Que esta esperanza evidentemente aún por construir no se agote en la enunciación ni se diluya en la especulación o la espera, es el desafío por estos días aciagos. Ello implica construir esa esperanza por venir creando comunidades- lazos de solidaridad, reconocimiento y empatía con otrxs- precisamente allí , en cada lugar, ámbito, espacio u oportunidad donde nuestros cuerpos, atravesados por el agobio, la bronca, la agresión y el dolor, convergen.

Implica, también, el coraje de ser lxs aguafiestas —como nos enseña Ahmed (2019)— en nuestras discusiones y conversaciones cotidianas con lxs otrxs; interrumpir la comodidad aparente para nombrar y denunciar aquello que perturba, que rechazamos por injusto, para tramar las coincidencias en las agresiones que nos atraviesan y, desde ese reconocimiento compartido, condensar las fuerzas necesarias para construir alternativas políticas concretas.

Se trata, entonces, de tramar organización popular uniendo pacientemente cada historia multiplicada para la defensa de lo común, pero sobre todo, para anudar y sostener las prácticas cotidianas de creación y cuidado colectivos capaces de disputar el sentido de la vida en común.

Se trata de componer, sostener y expandir una política transversal de los agredidos, de los agraviados y volverla de los esperanzados. Sosteniendo, en cada gesto y en cada lucha, el deseo irrenunciable de otra democracia: una que inventamos y vivimos cada día.