El debate lo instaló el Papa Francisco a nivel mundial. Después, organismos y dirigentes sociales, lo replicaron en Argentina. El aumento exponencial de la pobreza tras los cuatro años de Macri y los efectos de la pandemia serían las razones para que el gobierno de Alberto Fernández la tenga en cuenta.
Por Julián Pilatti
Con más de 44% de pobres en el país (en donde más del 60 por ciento de las infancias se encuentran bajo la línea de pobreza), Argentina se erige como una de las radiografías más crueles de la realidad que viven los pueblos de América Latina y del tercer mundo, si es que todavía así se puede llamar a las regiones desiguales del planeta.
Hay muchas teorías respecto a por qué se incrementó el hambre y el desempleo en el país (los datos objetivos y la mirada de los sectores populares señalan los cuatro años del gobierno de Macri y el efecto devastador de la pandemia), y pocas ideas de cómo evitar una mayor catástrofe social.
En abril de este año, cuando por entonces el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) no había sido lanzado por primera vez, como una de las principales medidas que tomó el gobierno de Alberto Fernández para contener a las clases bajas y medias frente a la paralización del trabajo que produjo la cuarentena, los movimientos populares del mundo y el propio Papa Francisco habían sugerido algo concreto: coincidían en que ya era tiempo de plantear la posibilidad de una renta universal.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) empezó a agitar la iniciativa advirtiendo el panorama desolador, que más tarde se haría carne tras los miles de muertos y de infectados por el coronavirus.
El organismo consideraba necesario asegurar “el derecho básico a la sobrevivencia”, extendiendo los diferentes programas sociales que existen en Argentina y en otros países del continente, sobre todo enfocado para los movimientos sociales que crean trabajo desde la denominada “Economía Popular”.
“La pandemia ha hecho visibles problemas estructurales del modelo económico y las carencias de los sistemas de protección social y los regímenes de bienestar que hoy nos está resultando muy caro. Por ello, debemos avanzar hacia la creación de un Estado de bienestar con base en un nuevo pacto social que considere lo fiscal, lo social y lo productivo”, señaló en ese entonces, la Secretaria Ejecutiva de la ONU, Alicia Bárcena, quien se sumó así a la propuesta.
Ya en mayo, la CEPAL alertaba que en 2020, la pobreza en América Latina aumentaría al menos 4,4 puntos porcentuales (28,7 millones de personas adicionales) con respecto al año previo, por lo que alcanzaría a un total de 214,7 millones de personas (el 34,7% de la población de la región). Los efectos negativos también se reflejarían en una ampliación de la desigualdad dentro de los países.
Con ese mismo espíritu, el Papa Francisco sostuvo que “ya era tiempo de una renta universal” para los sectores más desprotegidos en las sociedades capitalistas. La frase que abrió el juego para que la propuesta se tome en serio en los gobiernos latinoamericanos se dio en la “Carta a los movimientos populares del mundo”, en abril.
“Ustedes, trabajadores informales, independientes o de la economía popular, no tienen un salario estable para resistir este momento(…) y las cuarentenas se les hacen insoportables. Tal vez sea tiempo de pensar en un salario universal que reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas que realizan; capaz de garantizar y hacer realidad esa consigna tan humana y tan cristiana: ningún trabajador sin derechos”, manifestó el Papa.
En Argentina, el dirigente social Juan Grabois retomó el proyecto, con un análisis severo respecto a lo que el país sufriría si no se tomaban “medidas urgentes”, tras cuatro años de políticas neoliberales y un dramático endeudamiento que dejó a la Nación nuevamente condicionada frente al Fondo Monetario Internacional (FMI).
“Un salario universal es una medida absolutamente viable desde el punto de vista económico”, consideró Grabois, quien agregó que “se puede financiar con un aporte muy, muy pequeño de las grandes fortunas y de los grandes capitales, y traería un poquito de alivio y justicia social al mundo”. “Aunque desde luego no resuelve el problema de la exclusión de la tierra, el techo y el trabajo”, explicó el dirigente del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) durante el encuentro de los movimientos populares y el Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, realizado en octubre.
La salida es con salario universal, trabajo mínimo garantizado, integración urbana, construcción de vivienda, acceso a la tierra, protección de los cinturones verdes, repoblamiento federal y transporte multimodal para el desarrollo territorial. @FtePatriaGrande @ItaiHagman pic.twitter.com/i6827Xyi5C
— Juan Grabois (@JuanGrabois) July 27, 2020
Hasta ahora, el gobierno de Alberto Fernández considera poco viable a la iniciativa, aunque la presión de los sectores de la Economía Popular y un panorama desalentador en 2021, podrían torcerle el brazo. Sobre todo, si se tiene en cuenta que las calles comienzan lentamente a disputarse otra vez.
“La Argentina no tiene condiciones fiscales en este momento”, dijo hace poco el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, quien opinó que de todas formas el Estado debe cubrir “un ingreso que vincule al empleo y articule lo informal con lo formal”.
Con el fin del IFE, esa intención del Estado argentino queda inconclusa, mientras –a la par- la pobreza y la desigualdad se expanden como en los peores años de crisis. De nuevo, Argentina (y toda la región) se debaten entre las necesidades del pueblo y las necesidades del mercado.