La tensión ante una inminente invasión rusa a Ucrania ha dominado la agenda mediática desde finales de 2021. Con poco o nulo contexto histórico y análisis político, a menudo aparecen interpretaciones que describen la Federación Rusa como una dictadura y a su líder, Vladimir Putin, como el déspota que amenaza la libertad de los pueblos de Occidente. Resulta necesario y urgente poner en debate algunas cuestiones para entender, dimensionar y analizar de forma crítica el conflicto que amenaza la estabilidad del continente europeo.
Ucrania es el segundo país más grande de Europa en cuanto a territorio, con unos 600 mil kilómetros cuadrados. Allí viven unas 42 millones de personas de mayoría ucraniana pero con una minoría importante de origen ruso. El nacimiento de Ucrania como república se dio con la revolución rusa de 1917 y la conformación de la Unión Soviética. Hasta entonces, el territorio que hoy ocupa el país pasó por diferentes denominaciones administrativas.
Entre el siglo IX y el XIII, el territorio era conocido como reino de la Rus de Kiev, el cual agrupó a las tribus eslavas hasta que fue conquistado por los mongoles. En época moderna, el territorio estuvo dividido entre el Imperio Ruso y el Austro-Húngaro, hasta la revolución de 1917. Desde ese año, una guerra civil entre nacionalistas y soviéticos mantuvo al país dividido, hasta que en 1922 se proclamó la República Socialista Soviética de Ucrania, miembro fundador de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y firmante del Tratado de Creación de la URSS.
Uno de los episodios que la comunidad ucraniana recuerda sobre aquellos años de la URSS es el denominado Holodomor: las hambrunas provocadas por el gobierno stalinista con el fin de reprimir cualquier intento de sublevación contra el régimen. Sin embargo, esta no fue una política aplicada exclusivamente contra los ucranianos. Como explica el especialista y autor del libro “La Rusia de Putin”, Rafael Poch, “las hambrunas creadas por la colectivización estalinista mataron a varios millones de campesinos en Kazajistán, Ucrania y Rusia, pero ahora se presenta, tanto en Kazajistán como en Ucrania, como genocidios nacionales a cargo de los rusos”.
La independencia del país llegó con la disolución de la URSS el 24 de agosto de 1991. Desde entonces, una de las principales cuestiones que se debatían en el seno de la política nacional era el giro geopolítico hacia Occidente o la continuidad de las relaciones con Rusia. Dos figuras sobresalieron en dicho debate; por un lado, Viktor Yuschenko como líder de la oposición y con gran popularidad en la capital y oeste del país; del otro lado, Viktor Yanukovich, popular en el sur y este del país, quien finalmente lograría ser elegido en 2010 tras el fracaso de la administración de Yuschenko.
A pesar de esta disputa y de la victoria de posiciones occidentales, los lazos culturales, económicos y sociales de Ucrania con la ex URSS se mantuvieron, algo que se buscó revertir con el Acuerdo de Asociación entre Ucrania y la Unión Europea de 2014. Como explica la periodista Patricia Lee Wynne: “El camino hacia la Unión Europea implica una transformación total de la industria y del comercio exterior, que afectará en primer lugar a Donetsk y Lugansk y otras regiones del sur del país, porque la integración horizontal de la economía se mantuvo en muchos rubros, a pesar de la desaparición de la Unión Soviética, sobre todo en el complejo militar industrial”.
Los referendos de autodeterminación de las repúblicas de Donetsk y Lugansk tras el derrocamiento de Victor Yanukovich en 2014 deben ser entendidos en ese sentido. Lo mismo en relación al referéndum sobre el estatus político de la península de Crimea —a lo cual Occidente denomina hasta hoy como anexión—, donde la población de mayoría rusa optó por la reunificación. La interdependencia con Rusia, así como el hecho de tratarse de una mayoría de población reprimida por su herencia soviética, fueron los motivos que movilizaron dichos referendums.
El avance de la OTAN como amenaza para Rusia
Si bien hasta 2014 hubo gestos de Occidente para alejar a Ucrania de la influencia rusa, no fue hasta 2008, con la propuesta del entonces presidente de Estados Unidos George Bush de incorporar a Ucrania y a Georgia como parte de la OTAN, que las pretensiones expansionistas atlantistas quedaron en evidencia.
Antes de la caída de la URSS, un acuerdo verbal confirmado por documentos del archivo de la OTAN entre Mijail Gorvachov y el Secretario de Estado estadounidense Ted Baker establecía que, con la unificación de Alemania, la Organización de Tratados del Atlántico Norte no avanzaría hacia el este europeo. Los hechos demuestran que dicho acuerdo no fue cumplido por Occidente, que mantuvo la alianza militar para garantizar la seguridad europea sin incluir a Rusia e incorporando progresivamente a las ex repúblicas soviéticas.
En 1999 Yugoslavia fue el primer blanco de la alianza. En apoyo a los albaneses de Kosovo y sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, la OTAN lanzó un ataque contra Belgrado, capital de Serbia. La fragmentación del país fue el primer paso hacia la expansión, que luego incorporó en sus filas a Polonia, Hungría y República Checa. En 2004 fue el turno de Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia de ingresar a la alianza y en 2009 Albania y Croacia hicieron lo propio. La idea de una “casa común europea” que incluyera a Rusia se alejaba en la medida que la OTAN avanzaba hacia el este, contrariando las promesas de 1991.
Con la intención declarada de Bush de incorporar a Ucrania y Georgia a la OTAN en 2008, y el triunfo de la revolución de color antirusa en 2014 que culminó en el derrocamiento de Victor Yanukovich, la amenaza de Occidente comenzó a hacerse sentir en la frontera rusa, quien respondió en defensa de las poblaciones rusas y de sus propios intereses geopolíticos en Donestk, Lugansk y Crimea.
Desde entonces las tensiones no disminuyeron, así como tampoco disminuyó el interés de Estados Unidos por acorralar a Rusia en sus propias fronteras. Como bien explica el profesor de Harvard Stephen Walt: “Las grandes potencias nunca son indiferentes a las fuerzas geoestratégicas que se despliegan en sus fronteras, y a Rusia le importaría mucho el alineamiento político de Ucrania aunque fuera otro el que estuviera al mando. La falta de voluntad de Estados Unidos y Europa para aceptar esta realidad básica es una de las principales razones por las que el mundo está hoy en este lío”.
Los Acuerdos de Minsk y la inestabilidad del gobierno ucraniano
Con los movimientos independentistas en Lugansk, Donetsk y Crimea tras el Maidan de 2014, el gobierno de Kiev comenzó una ofensiva en los territorios que perdura hasta el día de hoy. Las negociaciones para ponerle un alto al fuego tuvieron varias instancias, la última de ellas conocida como Minsk II y mediada por Francia y Alemania entre Rusia y Ucrania.
Allí, el gobierno de Kiev se comprometía a respetar la autonomía de las regiones independientes, a las cuales se les debía otorgar un estatus especial y el control de las fronteras. A cambio, Kiev dejaría de atacar la región y Rusia dejaría de armar a los rebeldes, algo que nunca sucedió y que Rusia reclama como punto de partida para cualquier negociación diplomática del conflicto actual.
Por tratarse de un gobierno elegido al calor de las protestas antirusas de 2014 y con una fuerte impronta nacionalista de extrema derecha, cualquier amague de las autoridades en ceder a las pretenciones independentistas de las poblaciones rusas puede debilitar al gobierno. “El régimen de Zelenski, como anteriormente el de Poroshenko, es consciente de que el cumplimiento de los Acuerdos de Minsk les crearía unas dificultades tremendas a nivel interno, inasumibles”, asegura Juan A. Aguilar, director del portal de seguridad global Geoestrategia.es.
Los acuerdos de Minsk prevén la celebración de elecciones locales en Donbass para definir el encaje de Lugansk y Donetsk en Ucrania, que tendrá que efectuar cambios constitucionales para obtener un estatus especial. Para Kiev, estos y otros puntos son “difícilmente aplicables” ya que el Gobierno todavía busca “otra base política” tras la dimisión en julio del ministro de Interior, Arsén Avákov, uno de los pesos nacionalistas más grandes con vínculo directo a las organizaciones paramilitares.
El problema con la implantación de los acuerdos es que Ucrania no tiene la posibilidad de articular una mayoría política que sea favorable. El ex presidente Petro Poroshenko llegó al poder con la intención de resolver esta cuestión, pero acabó cediendo ante los acuerdos y ahora se le juzga por alta traición. Algo similar sucede con Zelenski, quien también llegó prometiendo que iba a acabar con la guerra pero se ha apoyado en los sectores nacionalistas y ha aceptado el intervencionismo occidental para provocar nuevos enfrentamientos.
Con el reconocimiento reciente por parte de Rusia de las repúblicas de Donetsk y Lugansk, lo que se busca es cambiar los cálculos político-militares locales. Con ello se pretende animar a Occidente a que lleguen a una serie de acuerdos para resolver estas dos crisis de seguridad interconectadas. Como explica el analista Andrew Korybko: “El reconocimiento de las Repúblicas del Donbass demuestra que el presidente Putin quiere que todas las partes interesadas en estas crisis interconectadas cooperen urgentemente en un nuevo formato para poner fin a la guerra civil ucraniana y resolver la amenaza de misiles provocada por Estados Unidos, que corre el riesgo de socavar las capacidades nucleares de segundo ataque de Rusia si no se controla.”
La extrema derecha en la geopolítica europea
Una de las cuestiones que menos se aborda en relación al gobierno ucraniano es su perfil nacionalista y de extrema derecha. En 2014, la negativa del entonces presidente Viktor Yanukovich de firmar un acuerdo comercial con la Unión Europea desató protestas por parte de diferentes movimientos que comenzaron a ganar protagonismo.
Al gobierno provisional en formación ingresaron dirigentes de organizaciones nacionalistas como Svoboda y Sector de Derecha, cuya primera decisión fue proponer una ley para eliminar el ruso como idioma oficial del país. La medida desató las protestas en las regiones de habla rusa de Donetsk y Lugansk, las cuales fueron abordadas con una dura respuesta militar.
Estas agrupaciones reivindicaban a Stepan Bandera, el líder nacionalista ucraniano que apoyó la invasión de Hitler a la URSS en 1941, cuya agrupación era la primera en entrar a los pueblos judíos para prender fuego y asesinar a la población. En 2010, el entonces presidente Viktor Yushchenko convirtió a Bandera en “héroe de Ucrania”, a pesar de las acusaciones de colaboración nazi y limpieza étnica que pesan sobre la controvertida figura.
Lejos de salir a condenar el discurso de estos grupos, los gobiernos de Occidente prestaron todo el apoyo posible para que la revolución de color en Ucrania alcanzara el objetivo deseado: instalar en el país un gobierno favorable a occidente y con una impronta fuertemente antirusa. Tal es así que uno de los ejércitos presentes en el territorio es el batallón de Azov, regimiento de fuerzas especiales, entrenado y armado por Estados Unidos y la OTAN que recluta neonazis de toda Europa bajo una bandera inspirada en la insignia de la división SS Das Reich.
Las protestas de la Plaza Maidán en Kiev en 2014 contaron con la presencia del senador republicano John McCain y Victoria Nuland, en ese entonces encargada de asuntos euroasiáticos del Departamento de Estado y actual subsecretaria de política exterior bajo la administración de Joe Biden.
Tras la instalación de un gobierno más alineado a los intereses de Occidente, la ofensiva de Kiev para recuperar los territorios de Donbass nunca se detuvo, incluso luego de la firma del Protocolo de Minsk para el alto al fuego y la convocación a elecciones en Lugansk y Donetsk, entonces unidas en una nueva formación llamada Novorossia. Si bien la hostilidad nunca se detuvo y los acuerdos nunca se cumplieron, una tercera ronda de hostilidades comenzó en el mes de febrero contra la población civil de las repúblicas.
Los primeros bombardeos estaban previstos para el 16 de febrero, fecha en la cual la OTAN advertía que se produciría la invasión rusa a Ucrania. Si bien los ataques se demoraron unos días, finalmente se produjeron y miles de personas debieron ser evacuadas de los territorios independientes. Kiev niega ser el autor de dichos ataques y hasta se llegó a alegar que se trataría de una ofensiva de falsa bandera que sirva como excusa para que Rusia invada.
Tras el reconocimiento de Lugansk y Donetsk, el gobierno ruso autorizó el envío de tropas y la realización de una operación militar especial para defender a la población rusa del Donbass, lo cual comienza a ser titulado por muchos medios como luz verde para la tan prometida invasión a Ucrania.
En medio de la escalada de violencia y ante lo que muchos analistas se anticipan en llamar la Tercera Guerra Mundial, los países de Occidente encabezados por Gran Bretaña y Estados Unidos buscan instalar una narrativa donde la idea de una lucha entre buenos y malos es lo que está en juego en el este europeo. Frenar el desarrollo de Rusia, impedir la cooperación energética y económica con Europa y recuperar el protagonismo perdido durante los años de Trump en la arena internacional, son los objetivos por detrás de las constantes amenazas de guerra.