El Frente de Todos surgió con dos objetivos centrales: ponerle punto final al gobierno de Macri y terminar con un modelo económico basado en el endeudamiento externo, la especulación financiera y la fuga de capitales. Esos dos acuerdos básicos permitieron poner entre paréntesis las diferencias y articular una coalición política sumamente amplia. Esa amplitud, por supuesto, también anticipaba sus limitaciones, al tiempo que ponía en evidencia las dificultades del campo popular frente a una derecha que, a pesar del descalabro económico que había generado, todavía contaba con posibilidades ciertas de seguir gobernando. Sin esa amplitud no se hubiera derrotado al macrismo, como lo demostraron los resultados electorales de 2019.
A pesar de estos condicionantes, el nuevo gobierno asumió en el contexto de una gran expectativa. El discurso de asunción de Alberto Fernández, centrado en la necesidad de retornar a un modelo basado en la producción, el trabajo y la inclusión social, generó un entusiasmo que se extendió más allá de los sectores identificados con el kirchnerismo. Por supuesto que la pandemia trastocó todos los planes, pero incluso durante los dos primeros meses de esa catástrofe imprevista que condicionó todo el año político, el entusiasmo, lejos de mermar, pareció robustecerse, en el contexto de una rápida respuesta a la crisis sanitaria, una eficaz reestructuración del sistema de salud, un aumento considerable del gasto público y una creciente intervención estatal.
Durante unas cuantas semanas el gobierno gozó de una altísima aprobación social y flotaba en el ambiente la sensación de que el contexto pandémico le había permitido ensanchar sus márgenes de acción. Sin embargo, con el paso de los meses, el oficialismo fue perdiendo la iniciativa y frente a la virulenta reacción de los poderes fácticos optó por moderar su impulso inicial, pese a contar con una evidente solidez política y un apoyo social considerable. Ni siquiera la reestructuración de la deuda externa, que implicaba un enorme alivio en el frente financiero, alcanzó para retomar con decisión el rumbo que había comenzado a esbozarse.
Después de la crisis cambiaria desatada por los fondos especulativos, y en el marco de una feroz presión devaluatoria ejercida por los grupos más concentrados de la economía, el gobierno empezó a redefinir con mayor claridad la orientación económica. En esa pulseada política logró, por una lado, evitar una devaluación brusca del peso, que hubiera tenido consecuencias demoledoras para los sectores más empobrecidos y por otro, tranquilizar la plaza cambiaria, no sin antes emitir deuda para darle salida a los fondos de inversión que no habían completado el circuito de la bicicleta financiera y dar un giro hacia políticas más ortodoxas, que apuntaban a reducir la emisión, bajar el gasto público y achicar el déficit fiscal, en consonancia con algunas de las exigencias del Fondo Monetario Internacional. La eliminación de los programas IFE y ATP y su reemplazo por un conjunto de políticas asistenciales focalizadas (y que representan una erogación notablemente inferior) fue una de las primeras consecuencias del rumbo adoptado.
En otras palabras, el gobierno parece haber renunciado a la idea de impulsar el crecimiento económico a partir del consumo de las clases populares y de una fuerte redistribución de los ingresos, que dinamice tanto al sector industrial volcado al mercado interno como al conjunto de la economía popular. Es cierto que se mantiene en el horizonte de su objetivo inicial (desandar el modelo macrista, cuyo centro estaba constituido por los capitales especulativos) pero todo parece indicar que ha elegido hacerlo del modo más conservador y sin afectar sustancialmente los intereses de los grupos más concentrados.
Aunque no lo dice abiertamente, parece encaminarse hacia un modelo económico de corte neo-desarrollista, que busca reactivar la economía colocando en el centro a las grandes corporaciones industriales y a los sectores exportadores, nucleados ahora en el poderoso Consejo Agroindustrial Argentino, con los cuales el gobierno busca consensuar un proyecto de ley para potenciar las exportaciones. Previendo para el 2021 un alza considerable en los precios internacionales de los productos agrícolas (trigo, maíz y soja) no son pocos los que, dentro del equipo económico, se entusiasman con un boom exportador que permita el ingreso de divisas, eleve el nivel de las reservas y permita estabilizar la economía.
Es muy probable que este esquema le permita al gobierno exhibir una significativa recuperación económica a lo largo del año que viene, aunque mucho más difícil le resultará por esa vía resolver los problemas de fondo del pueblo argentino, vinculados con la pobreza, la indigencia, la desocupación y la precarización laboral. Se trata de un modelo de crecimiento que muchas veces no resuelve los problemas de la desigualdad social. Al margen de los riesgos que implica (en términos tanto políticos como económicos) reforzar el perfil primario exportador de la economía argentina, las desventajas de este camino son evidentes desde el punto de vista de la generación de nuevos puestos de trabajo, la reactivación del mercado interno y la recomposición del salario real de los trabajadores.
Por otro lado, un modelo de desarrollo centrado en la gran industria y en los sectores exportadores deja absolutamente de lado al abigarrado mundo de la economía popular y del precariado, que por más que crezca el producto bruto interno suele permanecer en situaciones de extrema vulnerabilidad, como ocurrió durante los años del kirchnerismo. Ese sector sigue siendo subestimado por el gobierno, que lo percibe como mero beneficiario de las políticas sociales y no como un actor concreto a partir del cual construir poder popular en los territorios y tender puentes con su propia base electoral.
El gobierno logró reestructurar la deuda con los acreedores externos, pero la deuda interna continúa intacta. En el promedio general, los salarios de la mitad de los trabajadores registrados quedaron entre cuatro y seis puntos por debajo de la inflación, aunque en muchos sectores (estatales, por ejemplo) ese retroceso fue considerablemente superior. Mucho más dramática es la situación de los trabajadores informales, que vieron caer drásticamente sus ingresos durante la pandemia, al tiempo que los precios de los alimentos subieron – sin ningún motivo que lo justifique – más de un 40%.
Presionado por las cámaras empresariales, pero también imbuido de ciertas concepciones monetaristas, el gobierno busca contener los aumentos salariales, aunque no muestra el mismo celo al momento de combatir la especulación y ponerles coto a los formadores de precios. Un estudio dado a conocer la semana pasada ubicó en un 44% los niveles de pobreza (cifra que trepa a un 64% entre los menores de 18 años) y en un 10% los de indigencia. Suele argumentarse, desde el oficialismo, que de no haber mediado la asistencia estatal esos índices hubieran alcanzado niveles todavía más altos. Es verdad, pero con el mismo criterio podría argüirse lo contrario, es decir, que podrían haber sido más bajos reforzando esos mecanismos e inyectando más dinero en los sectores más vulnerables. Por otro lado, esa explicación es contradictoria con la decisión de eliminar tanto el IFE como el ATP, las dos herramientas asistenciales más importantes que se impulsaron durante la pandemia.
Frente a señalamientos de este tipo, quienes se empeñan en una defensa cerrada del gobierno suelen hablar de “ansiedad”, apuntando también que no se trató de un “año normal”. Es posible, aunque también hay que tener cuidado con el conformismo. No deja de ser preocupante que a lo largo del primer año de gobierno y gozando de un amplio consenso popular no se haya podido ni siquiera erosionar el fabuloso poder de la tríada grupos empresariales – medios hegemónicos – partido judicial. Ese entramado, que bloquea cualquier posibilidad de cambio estructural en la Argentina y que constituye el trampolín de una eventual restauración de derecha, permanece incólume y al acecho. Pensar que será posible pactar con esos poderes fácticos resulta ingenuo y hasta suicida.
Por supuesto que no está dicha la última palabra en relación a la orientación gubernamental, sobre todo porque el oficialismo se mantiene sólido desde el punto de vista político y tiene por delante un año que parece signado por el fin de la pandemia y la recuperación de la economía y porque dentro del Frente de Todos hay una gran cantidad de organizaciones que están en condiciones de incidir en el rumbo del gobierno. Sin embargo, es cada vez más evidente que en el delicado equilibrio de fuerzas que mantiene unida a la coalición oficialista (cuestión sobre la que el presidente trabaja de manera casi obsesiva) se han impuesto, como era previsible, los sectores más conservadores. Por eso la solidez del gobierno no es incompatible con cierto desencanto.
La expectativa de los primeros tiempos se ha ido diluyendo y en la base social del Frente de Todos campea la sensación de que, incluso a pesar de la pandemia y todos sus imponderables, se podría haber avanzado más decididamente sobre algunas cuestiones. Tal vez por eso, luego de muchas idas y vueltas, y buscando recuperar en parte la iniciativa política, el gobierno tomó la saludable decisión de sancionar la ley que grava por única vez a las grandes fortunas y enviar al Congreso el proyecto de despenalización y legalización del aborto.
Es más que obvio que no se trató de un año normal y que el gobierno debió enfrentar el combo explosivo del desastre macrista y una pandemia de características inéditas, al tiempo que resistía los embates de una derecha enfurecida y fuera de control. Todo eso es cierto, pero también lo es el hecho, incontrastable cuando se analizan los indicadores sociales, de que el gobierno está en deuda con las grandes mayorías populares que lo llevaron al triunfo electoral. A esos sectores, y antes de que sea demasiado tarde, tendrá que empezar a darle respuestas.