Artículo publicado originalmente en NewsClick producido por Globetrotter.
Entre los daños que los disturbios que han sacudido París pueden dejar a su paso se encuentran la reforma de las pensiones del presidente Emmanuel Macron, la capacidad de Macron para gobernar eficazmente durante los próximos cuatro años y, muy posiblemente, la propia Quinta República. Como informó The New York Times en marzo, se ha oído a los manifestantes corear: “París se levanta… Decapitamos a Luis XVI. Lo haremos de nuevo, Macron”.
Pero otra víctima, menos notoria, del intento prepotente de Macron de imponer una “reforma” neoliberal a la que se oponen grandes mayorías de ciudadanos franceses, bien podría ser la idea de la autonomía estratégica europea en asuntos relacionados con la defensa y la política exterior.
Hall Gardner, profesor de relaciones internacionales en la Universidad Estadounidense de París me dice en su opinión, “Macron se veía a sí mismo como el mediador entre Rusia y Occidente, pero la invasión de Putin de Ucrania y su aparente negativa a comprometerse dañaron la credibilidad internacional de Macron, mientras que la aparente incapacidad de Macron para prever el alcance de la protesta social francesa contra sus reformas propuestas en el sistema francés de jubilación lo revelan como un líder débil, que no está en contacto con sus ciudadanos, por lo que Putin intentará jugar con la extrema derecha y la extrema izquierda, y cada vez más con el centro, en su contra, con el fin de reducir el apoyo diplomático y militar francés a Ucrania”.
“Al mismo tiempo”, dice Gardner, “la crisis interna en Francia es tan profunda que debilitará los esfuerzos de Macron para desempeñar un papel constructivo en la construcción de una política exterior paneuropea frente a Rusia, Estados Unidos y otros Estados.”
Macron había estado impulsando el concepto de autonomía estratégica durante años, y durante su primera campaña para presidente en 2017 se comprometió a “poner fin a la forma de neoconservadurismo que se ha importado a Francia en los últimos 10 años.”
Desde la perspectiva de los moderados estadounidenses, esto debería haber sido una noticia bienvenida; después de todo ¿por qué, ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial y treinta años después del final de la Guerra Fría, Estados Unidos, con una deuda de 31 billones de dólares, sigue subvencionando la defensa de Europa, que tiene más de 100 millones de personas más y un PBI de aproximadamente 18 millones de dólares?
Pero llegó la guerra de Ucrania y, con ella, un rápido y eficaz esfuerzo de la administración Biden —por todos los medios necesarios— para imponer una estricta disciplina entre sus aliados de la OTAN.
Así, tras la invasión de Ucrania por parte de Putin, el futuro de la autonomía estratégica empezó a ser sombrío y los disturbios de París sólo han servido para clavar una estaca más en su corazón.
Sin embargo, algunos podrían argumentar que los líderes de la UE están, de hecho, siguiendo una estrategia de autonomía estratégica como resultado de la guerra en Ucrania. Después de todo, el Comisionado Europeo para el Mercado Interior, Thierry Breton, ha anunciado recientemente sus planes de transformar la Ley de Refuerzo de la Industria Europea de Defensa a través de la Contratación Pública Común (EDIRPA) en un vehículo a través del cual la UE pueda satisfacer las nuevas necesidades de defensa para la guerra en Ucrania. Aún más, el Canciller alemán Olaf Scholz, en su muy anunciado discurso “Zeitenwende” (“Punto de inflexión”) del año pasado, prometió 100 millones de euros en nuevos gastos de defensa.
Pero un aumento del gasto —algo que, después de todo, los estadounidenses llevan años exigiendo a sus socios europeos— no es una estrategia alternativa. El hecho es que la guerra de Ucrania ha consolidado la hegemonía estadounidense en Europa. En primer lugar, las contribuciones financieras y militares de Estados Unidos a Ucrania empequeñecen las aportaciones de los Estados miembros de la UE.
Y luego está la curiosa falta de reacción de los líderes de la coalición parlamentaria alemana, los socialdemócratas (SPD), ante la destrucción del Nord Stream 2. Como se preguntaba recientemente el sociólogo alemán Wolfgang Streeck, director emérito del Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades:
“Cuánto tiempo puede permanecer el Gobierno alemán tan servil a Estados Unidos como ha prometido ser ahora es una cuestión abierta, teniendo en cuenta los riesgos que conlleva la cercanía territorial de Alemania al campo de batalla ucraniano, un riesgo que no comparte Estados Unidos”.
Después de las conversaciones con parlamentarios alemanes y activistas de todo el espectro político durante la semana pasada, uno sale con la impresión: Bastante más.
En Alemania, el deseo de una mayor libertad de acción en la formulación de su propia política de seguridad nacional existe en algunos sectores (en la izquierda, que aún comprende el valor de la Ostpolitik, y en la extrema derecha), pero no es evidente en ninguna parte de la clase política y menos aún entre los socios de coalición de Scholz, especialmente los belicosos Verdes, que ahora parecen disfrutar de su papel como representantes de la clase dirigente estadounidense en política exterior.
Sin embargo, a largo plazo, es probable que los intereses económicos, energéticos y de seguridad nacional de Alemania la obliguen a rechazar (o a pasar por alto educadamente) las exigencias estadounidenses de sumarse a la inminente confrontación mundial entre las democracias occidentales y los regímenes autoritarios euroasiáticos liderados por China y Rusia.
Con el tiempo, la Ostpolitik (la “política oriental” de normalización de las relaciones con los Estados comunistas de Europa del Este impulsada por el canciller alemán Willy Brandt a finales de los años sesenta y principios de los setenta) podría tener una segunda vida después de todo, dada la dependencia de la industria alemana del gas natural barato y sus cada vez mayores lazos comerciales con China: En 2021, el comercio bilateral entre Alemania y China alcanzó la cifra récord de 320.000 millones de dólares.
Pero tal y como están las cosas ahora, con París distraído por una revuelta popular, Washington —con el apoyo entusiasta de Varsovia, Londres, Praga, Riga, Tallin, Vilnius y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Berlín— está ejerciendo una especie de hegemonía en el continente que no se veía desde los días en que el presidente Reagan, en contra de vastas protestas populares, colocó misiles Pershing II en Alemania Occidental a finales de 1983.
A su favor, Macron se da cuenta —como lo hizo su modelo, el gran Charles de Gaulle— de que la hegemonía prolongada de Estados Unidos sobre Europa es insostenible y, de hecho, dada la implicación cada vez mayor de Washington en la guerra de Ucrania y la nueva postura de guerra fría que ha adoptado con respecto a China, peligrosa. Pero ahora es probable que no pueda llevar a cabo su estrategia alternativa preferida.
A fin de cuentas, una Francia políticamente estable y la aceptación de Alemania son los dos requisitos fundamentales para que la autonomía estratégica tenga éxito. Y en el momento de escribir estas líneas, no hay ninguno de los dos.