El primero de mayo es recordado como el día de los y las trabajadoras por la lucha de los cinco obreros sentenciados a muerte en Chicago, en 1886. Pero poco se recuerda en estas latitudes del sur de Nuestra América que un 1° de mayo de 1865 se firmó en Buenos Aires el Tratado secreto de la Triple Alianza, mejor conocido como de la “Triple Infamia”, que conformaría el bando contrario al Paraguay independiente y soberano de Solano López, pero que además establecería la repartija entre los vencedores.
La Guerra Guasú, como se la recuerda en Paraguay, se inició unos meses después de esa reunión conspiratoria que acordó los objetivos y verdaderas causas de la guerra. En la actualidad no es secreto que la orden para iniciar el conflicto bélico fue dictada desde Londres pero implementada por sus subordinados de Buenos Aires, Rio de Janeiro y Montevideo. Lo que empezó como una campaña de una semana, costó cinco años y más de 1 millón de muertos.
Luego del genocidio contra el pueblo y el gobierno paraguayo, se reveló el Tratado y los secretos que habían sido guardados con hermetismo. En él se había planificado la guerra y la repartija del botín. Actualmente se sabe que a inicios de mayo de 1865, Francisco Octaviano de Almeida Rosa por el imperio del Brasil; Carlos de Castro, canciller del gobierno uruguayo de Venancio Flores; y Rufino de Elizalde, canciller de Mitre —que los liberales suelen llamar gobierno de Argentina— firmaron en Buenos Aires el tratado de alianza, que permanecería secreto debido a sus comprometedoras cláusulas.
Los objetivos de guerra establecidos eran los siguientes: quitarle a Paraguay la soberanía de sus ríos (artículo 11); responsabilizar a Paraguay de la deuda de guerra (Art. 14º) y repartir el territorio en litigio o exclusivamente paraguayo entre la Argentina y Brasil (Art. 16º). Mitre tomaría el Chaco paraguayo hasta la Bahía Negra, y el Imperio de Brasil el área fronteriza hasta el río Apa por el lado del río Paraguay y hasta el Igurey por el Paraná.
Entre los primeros puntos acordados se dejaba la dirección de los ejércitos aliados a cargo de Mitre, y por los artículos 6º y 7º la guerra no se detendría hasta la caída de López. En la letra se decía que “Esta se hacía contra el presidente y no contra el pueblo paraguayo, cuyos miembros eran admitidos por los aliados para incorporarse a una Legión Paraguaya que luchase contra la tiranía de López”. Esta legión anti-López nunca existió, pero sí hubo mucha gauchada argentina que se pasó para el bando paraguayo contra la arremetida unitaria-imperial.
Mención aparte merece el caudillo catamarqueño Felipe Varela, que se levantó en armas contra la guerra infame y desde San José de Jáchal lanzó el 10 de diciembre de 1866 su proclama revolucionaria: “¡Abajo los traidores de la Patria! ¡Abajo los mercaderes de las cruces de Uruguayana, a precio de oro, de lágrimas y de sangre argentina y oriental! Nuestro programa es la práctica estricta de la constitución jurada, del orden común, la paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás repúblicas americanas”.
Además del Tratado, se firmó también un protocolo adicional que establecía lo siguiente: 1) demolición de las fortificaciones de Humaitá; 2) desarme de Paraguay y reparto de armas y elementos de guerra entre los aliados; y 3) reparto de trofeos y botín que se obtuvieran en territorio paraguayo. El proyecto de “soberanía e independencia” del Paraguay no era bien visto por los “civilizados” de Bs. As y Río de Janeiro. Francisco Solano López entraría en guerra para defender su patria de los intereses ingleses disfrazados con trajes amarillos, celestes y blancos.
El gobierno de Buenos Aires bajo el mando de Bartolomé Mitre, oligárquico y arrodillado ante Europa, arrebataba tierras a los pueblos originarios a sangre y fuego. Por su parte, el régimen de la casa de Braganza era un imperio basado en el trabajo esclavo y la fuerza despótica de su ejército. El imperialismo inglés necesitaba el algodón barato como materia prima para su industria textil en expansión. Paraguay no era buen ejemplo para el modelo de dependencia y sumisión que intentaba instalar en Argentina y del imperio parasitario de Brasil.
La única parte del tratado que no se cumplió fue aquella que resguardaba a la población, donde se sostenía que la guerra “se hacía contra el presidente y no contra el pueblo paraguayo”. Para 1870, finalizado el genocidio, solo quedaban 250 mil paraguayos/as del millón y medio que constituían esta nación hasta 1865.
Tal vez Sarmiento supo expresar con su pluma el sentimiento de la élite argentina frente a esta masacre: “Descendientes de razas guaraníes, indios salvajes y esclavos que obran por instinto o falta de razón. En ellos, se perpetúa la barbarie primitiva y colonial… Son unos perros ignorantes… Al frenético, idiota, bruto y feroz borracho Solano López lo acompañan miles de animales que obedecen y mueren de miedo. Es providencial que un tirano haya hecho morir a todo ese pueblo guaraní. Era necesario purgar la tierra de toda esa excrescencia humana, raza perdida de cuyo contagio hay que librarse”.
Bartolomé Mitre, con su respetuosidad y pragmatismo liberal mostraba las grandes ideas que lo guiaban: “En la guerra del Paraguay han triunfado no sólo la República Argentina sino también los grandes principios del libre cambio. Cuando nuestros guerreros vuelvan de su campaña, podrá el comercio ver inscripto en sus banderas victoriosas los grandes principios que los apóstoles del libre cambio han proclamado”.
Es así como ese primero de mayo se firmó la sentencia de muerte al Paraguay independiente y soberano que había iniciado su gesta con Rodríguez de Francia, y luego continúo con los Solano López. Un Paraguay con el mayor nivel educativo en todo Sudamérica, con un Estado que controlaba el comercio exterior, que con sus estancias entregaba tierra a los productores libres, que distribuía la riqueza y promovía el bienestar social, donde la cultura guaraní era un valor y donde la dignidad se defendía “¡hasta vencer o morir!”.