Cuando tiraron todos juntos de la soga, la raíz del árbol por fin cedió. La jornada de trabajo se había extendido hasta la tarde. Ese inmenso patio delantero de una casa un tanto corroída, devenido en algo parecido a un baldío, se transformaría así en el Centro Comunitario Walter Bulacio. Los mismos jóvenes que habían ranchado tantas veces entre los yuyales de General Pirán y Artilleros desmalezaron el terreno, que a partir de entonces pasaría a ser espacio de encuentro para los vecinos del bajo Aldo Bonzi.
A treinta años del asesinato de Walter, su Aldo Bonzi natal ve nacer una casa común para todos los Walter de los pasillos, las veredas y las calles. Los Walter que expulsan del centro de San Justo por andar cartoneando, las Walter que sirven la leche en el merendero, los Walter albañiles que van mejorando el centro comunitario, las Walter que dan apoyo escolar o estudian en la secundaria para adultos.
Si solo habláramos del caso, recortaríamos la historia. Walter es un poco más que eso. Y no por su vida, que quizá no fue más que la de un simple pibe de Bonzi que fue a ver a Los Redondos una noche y no volvió más. Sino por todo lo que muchas veces hacen esas simples vidas cuando van aunadas, cuando se organizan para mejorar las cosas, para que Walter de ahora en más siempre vuelva con vida del recital. Aunadas, como todas esas manos que tiraron de la soga sacando ese árbol muerto, tremendamente enraizado. Aunadas las manos y las fuerzas, colocando la piedra angular de un lugar que quizá ahora sea mucho más que ellos y una simple jornada de trabajo.
El caso
“Cuídate negrito, cualquier cosa llámame”. La abuela María Ramona y mamá Graciela sabían que Walter esa noche no regresaría. Entraba a trabajar a las 5 a.m. al campo de golf, así que lo mejor iba a ser ir directo desde el recital. Viajar a Obras es trasmano desde La Matanza. Por eso Walter fue en grupo, con los amigos del barrio que hacían que el viaje vaya más rápido.
El despliegue policial era tan descomunal como innecesario. Filas de patrulleros, camiones de combate de la infantería, carros hidrantes y de bomberos. La excusa fueron los empujones que genera el desborde y la falta de entradas, situaciones obvias para quienes van a los recitales asiduamente. Pero esta escena típica sirvió para justificar la cantidad de detenidos que la Policía Federal necesitaba para justificar su trabajo. Se llama razzia. Se la vivía cuando se salía a bailar en Isidro Casanova, o en Laferrere. Pero esta vez tocó en Núñez, justo ese día que tocaban Los Redondos. La arbitraria mala suerte de caer en una conducta sistemática y entrenada.
Tal como lo inmortalizó su compañero de la escuela, Nazareno, en las paredes del calabozo en el que estaban encerrados, privados de su libertad ilegalmente: “Jorge, Walter, Kiko, Erik, Leo, Nico, Nazareno, Betu y Héctor: Caímos por estar parados. 19/4/91”. Walter fue golpeado varias veces bajo las órdenes y el completo aval del comisario y jefe de operativo, Miguel Ángel Esposito. Pasada la mañana del 20 de abril, Walter comenzó con vómitos y fue trasladado al Hospital Pirovano. Walter era menor, aún así fue detenido, encarcelado, golpeado. Cuando sus padres le preguntaron quienes le habían pegado, el joven balbuceante respondió “la yuta”. Cana, gorra, botón, vigilante, rati, cobani, salchicha, cabeza de tortuga, pitufo. La Policía Federal Argentina. Sus asesinos lo sabían, los amigos del barrio lo sabían, sus padres lo sabían, el médico lo sabía. A Walter David Bulacio lo mató la policía.
La causa judicial por lesiones y muerte, así como la referida a su detención y la de las otras personas, fueron objeto de diversas actuaciones judiciales, tales como inhibiciones, impugnaciones y recusaciones que han originado una dilación en el proceso. En noviembre de 2013, Espósito fue hallado responsable solo de la razzia que terminó con Walter en la comisaría 35. El comisario fue condenado a la pena de tres años de prisión “en suspenso”, sin aplicación efectiva. En líneas generales, el asesinato de Walter no tiene hasta el día de la fecha responsables materiales enjuiciados y condenados. Del fallo dictado en septiembre del 2003 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que intima al Estado argentino a continuar y concluir la investigación, solo queda la anécdota y la letra muerta estampada en alguna carpeta archivada en San José de Costa Rica. Una victoria sin dudas, que da cuenta del grito escuchado. Pero más allá de los papeles, solo canto de grillos.
La impunidad ida y vuelta. De Aldo Bonzi a Núñez, de Núñez al Pirovano, de ahí a Tribunales, de Tribunales a Costa Rica y después de vuelta a la Argentina que ha pasado ya por varios gobiernos sin modificar demasiado la Justicia; una Justicia que nunca paga con verdades, castigo y memoria, sino que cobra cuantiosos tributos por armar causas, encajonarlas, o manosearlas. La impunidad es una ciénaga que cierra todos los caminos.
Juventud, divino tesoro
Y así es como Walter invade nuestra fiesta. La nuestra y la de otros. Quizá su caso sigue impune, sin posibilidades de sentar en el banquillo a cada uno de los responsables de la razzia de esa noche del 19 de abril y a cada uno de los policías que golpearon a un Walter totalmente indefenso, y que nada tenía que hacer en ese calabozo. No obstante, el Caso Bulacio puso sobre la agenda la realidad de las detenciones arbitrarias. Y ese punto del fallo de la CIDH que pedía el fin de las detenciones arbitrarias, logró hacerse eco no solo por voluntad de la honorable corte, sino por cuidado, conciencia y memoria de los pibes y pibas de nuestros barrios.
El pedido de justicia por Walter fue más que el fallo y que Walter mismo. Y aunque siguieron casos de igual calibre como el de Rubén Carballo en 2009 o el de Ismael Sosa en 2015, sin esa increíble fuerza de la juventud argentina que inventa justicia del dolor, quizá los Walter, los Rubén o los Ismael hubiesen sido muchos más. Donde hay una necesidad debe nacer un derecho, y este solo puede conquistarse cuando se ejerce, y a su vez este se ejerce solo cuando hay conciencia de su existencia. Y nunca habrá conciencia sin organización.
Y es en este punto donde nuestra historia vuelve al Centro Comunitario Walter Bulacio del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) de Aldo Bonzi, La Matanza. El dolor de parir justicia social y organización popular. Sin estos dos pilares no hay corte o tribunal que salve, ni derecho o ley que ampare. La juventud argentina y su capacidad de reinventarse en esa unidad de simples historias de vida que juntas hacen hazañas. La lucha por justicia para Walter llega a puntos de victoria cuando un grupo de pibes y pibas usan un nombre como bandera para levantar un lugar que hoy cuenta con merendero, apoyo escolar, secundario para adultos, ronda de mujeres, trabajo en adicciones y obras comunitarias.
Walter invade la tierra. Walter invade Aldo Bonzi. Su barrio lo recuerda, lo estampa en paredes. Si la policía quiere detener a un cartonero en San Justo solo por portación de carro y cara, no habrá lugar para permitirlo. Y cuando la comisaría no quiera tomar la denuncia de una compañera violentada, ya no habrá margen para la vista gorda. Ahí en Pirán y Artilleros habrá siempre justicia para Walter. En su mismo barrio, ahí en su casa. Una nueva trinchera con su cara, donde Walter siempre vuelva del recital y se tire en la cama un rato a descansar.