No hay en Puerto Príncipe quien no escuche los disparos. Ni hay quien deje de apretar los dientes, agachar instintivamente la cabeza y bajar el sonido de la radio. Son por lo general ráfagas cortas, intermitentes, en algunos casos simultáneas, viajando desde y hacia todos los puntos cardinales de esta gran planicie encajonada entre el Mar Caribe y las montañas. Disparos secos perforando el silencio artificioso de la madrugada.
Una ciudad que supo ser alegre, nocturna y bulliciosa, que hoy vive un tácito toque de queda, autoimpuesto por su propia población desde las 6 de la tarde, hora en que hasta el más osado comienza a recoger su puesto en el mercado para emprender el viaje a casa. Nunca antes peligro y noche habían sido aquí sinónimos.
Una ciudad que ya casi no recuerda cuál fue el día exacto en que la secuestraron, junto a varios cientos de sus propios ciudadanos. Es difícil acostumbrarse a este Haití, un pueblo callejero, de extramuros, de sociabilidad fácil y puertas abiertas, viviendo desde hace meses esta extraña reclusión doméstica que ni el segundo año de pandemia había logrado imponer.
¿El motivo? Fácil sería reducirlo a algunos números desnudos, certificados todos ellos por entidades estatales y por organismos de derechos humanos nacionales e internacionales: 12 masacres (RNDDH), 76 grupos armados (CNDDR), 234 secuestros (ONU), 10 mil desplazados (CARDH). Y, desde la madrugada del día 30 de junio, 15 nuevos asesinatos.
Periodista y activista ejecutados en la calle
Diego Charles, periodista de Radio Visión 2000, y Antoinette Duclaire, feminista y comunicadora, portavoz del movimiento Matriz Liberación y activista de la organización Rassemblement Diyite Haití (RADI), tenían ambos 33 años de edad.
Acababan de llegar a la entrada de la residencia de Charles, ubicada en el barrio de Christ-Roi, en las primeras horas de la madrugada del día 30 de junio. Allí mismo fueron ejecutados. Aunque el hecho no fue esclarecido, diversos testigos mencionan que fueron abatidos por armas de gran calibre disparadas desde una camioneta Mazda. Algunas de las más de 500 mil armas, la mayoría de manufactura norteamericana, que según la Comisión Nacional de Desarme circulan ilegalmente por un país en donde hace apenas 20 años era casi imposible hallarlas, como no fuera algún pistolón viejo y herrumbrado en manos del campesinado.
En un comunicado de prensa, el director de la Policía Nacional de Haití (PNH), Léon Charles, atribuyó el hecho a una represalia por parte de efectivos disidentes de su propia fuerza, organizados en un sindicato, el SPNH-7, rechazado por la jerarquía policial e ilegalizado por el propio Estado. Según Charles, policías rebeldes sin identificar habrían actuado por su cuenta para vengar el reciente asesinato del agente Guerby Geffrard a mano de grupos delincuenciales. Marie-Rosy Auguste Ducena, de la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos de Haití (RNDDH) consideró sin embargo que el director de la Policía se expresó “con mucha precipitación y ligereza” dado que de momento no se ha realizado investigación alguna.
Diversos sectores de oposición y de la sociedad civil manifestaron que se trata en realidad de un chivo expiatorio para encubrir un crimen político. Al menos por varios motivos. En primer lugar por el modus operandi: un ataque de precisión a una activista y un periodista, ambas figuras públicas, en el propio domicilio de uno de ellos, lo que no encaja en ningún escenario plausible de “balas perdidas” o “daños colaterales”.
En segundo lugar por ser Duclaire, como portavoz de su organización, una conocida opositora al gobierno de facto de Jovenel Moïse, cuyo mandato constitucional finalizó el 7 de febrero de este año. En tercer lugar, porque en las mismas horas otras 13 personas fueron asesinadas por escuadrones de la muerte motorizados en otros puntos de la ciudad. En cuarto lugar, porque de ser el caso, no se trataría del primer asesinato selectivo del último tiempo: tales fueron los casos, que conmocionaron al país, del presidente del Colegio de Abogados Monferrier Dorval, el 28 de agosto de 2020, y el del estudiante universitario Gregory Saint-Hillaire, ejecutado por una unidad especializada de la PNH el 2 de octubre pasado.
Tampoco sería el caso del primer periodista asesinado bajo los gobiernos del partido PHTK, como recordó Jacques Desrosiers, secretario general de la Asociación de Periodistas de Haití. Según Desrosiers, este fenómeno se habría agravado en los últimos tres años, marcados por el secuestro y desaparición en marzo del 2018 del fotoreportero Vladjimir Legagneur, quien venía de investigar el accionar de las bandas armadas en su bastión en Martissant, así como su presunta connivencia con el gobierno. Y también por el asesinato de los radialistas Pétion Rispide, de Radio Sans Fin, y Néhémie Joseph, de Panic FM, ambos en el año 2019.
Es así como empezamos a morir
Como si no estuviera diciendo una frase de singular crudeza y misterio, una vecina le dice a la otra, como al pasar: “y es así como empezamos a morir”. No lo dice en español, claro, sino en creol, la única lengua en la que Haití habla, siente, se conduele y calla. No se refiere ni particular ni necesariamente al crimen que está en boca de todos. No se refiere a la muerte como sueño o como pasaje, el “atravesar” con que metaforizan aquí el inevitable fin de la existencia física.
Se refiere al país y su agonía lenta. Se refiere a una muerte que amenaza con volverse banal y rutinaria, incluso en una nación con una riquísima y abigarrada cultura mortuoria, marcada a fuego por la herencia africana, la religión vudú y la cultura campesina. Pero este es otro tipo de muerte, inasimilable, desconocida para este pueblo al que se le somete al abismo del paramilitarismo y a un caos minuciosamente planificado.
Haití vive una guerra
¿Pero es preciso, y hasta justo, calificarla así? ¿Podemos llamar guerra a este enfrentamiento interminable entre un enemigo invisible y múltiple y un pueblo desarmado? Y es que ya casi no existen las guerras de otro tipo, las que cada tanto aún vemos en las películas: aquellas de fuerzas simétricas, ánimos beligerantes y enemigos declarados. O aquellas en las que al menos quedaba claro por lo que se mataba y se moría, aunque fuera cobarde, o estúpida o inútilmente.
Pero no es el caso. Para algunos, la sola permanencia del conflicto es gananciosa: delincuentes, sicarios, contrabandistas, traficantes de armas, todos los pescadores de río revuelto. Pero sobre todo las clases dominantes, que por fin han logrado amesetar los interminables picos de movilización popular que sacuden al país desde julio del año 2018, cuando cientos de miles de personas, y hasta millones, pusieron en jaque una y otra vez a las débiles fuerzas de seguridad del Estado, las que se vieron rebasadas e impotentes. Para los otros, para los que no ganan, para la inmensa mayoría, la mera existencia de este conflicto aparentemente azaroso, sin patrones establecidos, es una derrota cotidiana.
No hay aquí nada lugar para armisticios o desenlaces. Una guerra sin comienzo es una guerra sin fin, interminable. Antoinette Duclaire y Diego Charles fueron los últimos en ser devorados por ella.
En la obra “La resistible ascensión de Arturo Ui”, el poeta y dramaturgo alemán Bertold Brecht trazaba una parábola entre un mafioso norteamericano de la década del 30 y el ascenso al poder de Adolf Hitler y el movimiento nacionalsocialista.
La parodia no podría ser más elocuente, al referirse a una “ascensión resistible”, aunque no (lo suficientemente) resistida, como el mismo título deja entrever en su denuncia implícita. Sería allí que Brecht consagraría una frase llamada a ser historia, cuando sentenció, pensando en el eterno retorno del autoritarismo y la violencia en Europa, que “aún es fecundo el vientre del que surge la bestia inmunda”.
70 años después de publicada aquella obra, no podríamos más que dar la razón a un texto casi profético, al constatar el regreso de números fascismos y paramilitarismos ya no solo en media Europa, sino en naciones tan distantes y disímiles como la India de Narendra Modi, el Brasil de Jair Bolsonaro, el Estados Unidos del ex presidente Donald Trump y el Haití de Jovenel Moïse. Pero como sugiere Brecht, el foco ha de ponerse no sólo en el análisis de la bestia, sino en el cuerpo social (nacional e internacional) que una y otra vez la engendra. La pregunta es: ¿Estaremos acaso resistiendo lo suficiente aquella ascensión desintegradora y violenta? ¿Estaremos aún a tiempo de detenerla?