Si se lo mide en términos de iniciativa, solidez política y consenso social, el mejor momento del gobierno de Alberto Fernández tuvo lugar entre mediados de marzo, cuando se estableció la cuarentena, y comienzos de junio, cuando se anunció la expropiación de Vicentín. Hasta ese entonces, y en líneas generales, el manejo de la crisis sanitaria y un conjunto de medidas que implicaron un fuerte crecimiento del gasto público y una activa presencia estatal en la regulación de la economía constituyeron los dos vectores que le aseguraron, por decirlo de algún modo, el dominio estratégico del centro del ring.
En este sentido, lo de Vicentín marcó un quiebre. La idea original, que estaba más a la izquierda de lo que toleraba la amplia coalición política que expresa el Frente de Todos, asustó a propios y extraños. Era demasiado bella para ser verdadera. Al tal punto que no hizo falta mucho para convencer al gobierno de que la dejara rápidamente de lado: bastaron un par de tapas de Clarín, un fallo judicial de primera instancia y dos o tres movilizaciones callejeras, poco nutridas pero amplificadas por los medios hegemónicos.
Fue la primera señal. A partir de ese retroceso inicial, el gobierno dejó de tener el control de la discusión pública, en el contexto de una situación sanitaria que se complicaba día tras días, de una crisis económica y social cada vez más dramática y de una renegociación de la deuda que no se terminaba de cerrar. Esa marcha atrás dejó al desnudo todas las debilidades, contradicciones y temores del oficialismo.
La oposición, ni lerda ni perezosa, tomó nota de todo esto y también advirtió que esas convocatorias un tanto bizarras y poco concurridas (insignificantes si se las compara con la capacidad de movilización del peronismo) podían ser un ariete para desgastar a un gobierno cuya propia política sanitaria lo ataba de pies y manos para responder de la misma manera.
Desde el mes de agosto, pese a contar con un extendido apoyo social y conservar intacta su arquitectura política, el oficialismo no dejó de retroceder frente a la avanzada derechista. Ya no dominaba el centro del ring y cada vez se parecía más a un boxeador que se refugiaba contra las cuerdas. Ante un gobierno receloso de tocar privilegios por temor a sus ataques, la derecha se envalentonó, redobló la apuesta, impuso la agenda mediática y profundizó su tarea de desgaste, que alcanzó su punto más alto durante septiembre y octubre, en los que tuvieron lugar, para no abundar, un motín policial, una abierta demostración de poder por parte del máximo tribunal de justicia y una formidable corrida contra el peso orquestada por un puñado de grandes empresas y fondos de inversión.
Más allá de los problemas derivados de la pandemia, es evidente que esa ofensiva derechista – que caminó en esos meses por la cornisa destituyente – se abrió paso entre las vacilaciones del gobierno, su falta de voluntad política y muchos errores no forzados, algunos incomprensibles, como los vinculados con la política cambiaria y los anuncios de mediados de septiembre, que pusieron la cotización del dólar en el centro del debate (con todo lo que eso significa en este país), apenas dos semanas después de haber cerrado un exitoso canje de deuda, sin que exista ningún tipo de atraso cambiario y contando, además, con un abultado superávit comercial.
Fue dejarle la mesa servida al poder económico y mediático más concentrado para que impulsara con todas sus fuerzas una devaluación del peso con el objetivo de obtener una extraordinaria transferencia de ingresos. Los sectores exportadores, advertidos de la desesperación del gobierno por conseguir divisas, intensificaron sus prácticas extorsivas y retacearon las liquidaciones, pese a los valores récords que alcanzaba la soja en el mercado de Chicago.
En el contexto de esa crisis cambiaria inédita (ya que sus causas fueron en realidad políticas) y con el objetivo imperioso de no devaluar (una medida extrema que hubiera tenido consecuencias impredecibles) fue que el gobierno profundizó su giro a la derecha, buscando algún tipo de salida negociada con las grandes corporaciones nucleadas en el Consejo Agroindustrial Argentino, aceitando los contactos con los empresarios más influyentes del círculo rojo y tomando medidas tendientes a satisfacer la exigencia de los mercados.
La reducción de las retenciones fue una clara señal en esa dirección, pero también lo fueron, en otros planos, el voto contra Venezuela en la ONU, guiñándole el ojo al Fondo Monetario Internacional, la represión y desalojo de la toma de Guernica y la forma en que se resolvió el conflicto en la Estancia Casa Nueva, garantizándole a “los dueños de la tierra” el carácter sacrosanto de la propiedad privada. La falta de certezas con respecto a la continuidad del IFE (o más bien la certeza de que no continuará), la dilación en el tratamiento del aporte extraordinario de las grandes fortunas y el énfasis cada vez mayor que se pone en la “disciplina fiscal”, van en la misma dirección.
Lo que al comienzo de la pandemia despuntó como una posibilidad concreta (que el gobierno de Alberto Fernández fuera un poco más allá de lo que su propia base electoral había votado) se ha diluido como agua entre las manos. Lo que asoma en el horizonte es cada vez más preocupante y no podrá revertirse hasta tanto se deje de lado la táctica suicida que consiste en eludir los ataques de la derecha corriéndose cada vez más a la derecha.
Se necesita de manera urgente un cambio de rumbo, pero eso no será posible hasta que no entre en escena el gigantesco entramado de organizaciones populares que confluyeron en el Frente de Todos, participando activamente en la dinámica de las luchas políticas y sociales, levantando un programa propio e influyendo en la toma de decisiones. A esta altura del partido deberíamos saber de sobra que para frenar a la derecha se requieren dos cosas: audacia y protagonismo popular. El gobierno, que hoy no tiene ni una ni la otra, debería tomar nota de lo que marca la experiencia histórica, que sobre este punto siempre ha sido concluyente.