La dura derrota sufrida en las PASO fue un baldazo de agua fría para el gobierno. Con los resultados puestos, no era muy difícil concluir que las causas principales de la debacle electoral (seis millones de votos perdidos en relación a las presidenciales de 2019) estaban vinculadas con el plano económico y social. Sin embargo, lo primero que hizo Alberto Fernández fue respaldar a los dos ministros más cuestionados por quienes venían planteando la necesidad de alinear precios con salarios y poner dinero fresco en los bolsillos de las clases populares, con el objetivo de fomentar el consumo y reactivar la economía. Para el presidente, al parecer, no había necesidad de modificar nada en ese terreno.
Esa pasividad llevó a CFK a patear el tablero, desatando una crisis política que puso en vilo la unidad del Frente de Todos. La resolución de esa crisis no fue satisfactoria para ninguna de las partes en pugna y hasta se podría decir que terminó debilitando al conjunto. Los cambios en el gabinete apuntaron a revitalizar la gestión, incorporando a algunas figuras caracterizadas por su dinamismo y locuacidad, pero poco tenían que ver con el mensaje de las urnas, que apuntaba, sobre todo, a modificar el esquema económico.
En términos generales, el cambio de orientación que se reclamaba (y sin el cual sería imposible revertir el resultado electoral) tenía que ver con dos cuestiones fundamentales: generar un shock distributivo que contribuyera a aliviar la situación social de los sectores más vulnerables, y tomar la decisión de empezar a confrontar con los poderes fácticos apoyándose para ello en la movilización popular. No faltaron quienes se aferraron a esta esperanza y tomaron como ejemplo el “giro a la izquierda” de CFK que siguió a la derrota electoral de 2009, que le permitió ganar abrumadoramente las elecciones presidenciales de 2011.
Pero no hubo ni una cosa ni la otra. En lugar de un shock distributivo se terminaron anunciando un conjunto de medidas de alivio (así fueron incluso propagandizadas) que resultan claramente insuficientes, y cuyos efectos prácticos, además, quedarán rápidamente diluidos debido al nuevo rebote inflacionario de septiembre (3,5%) y la escalada de precios de la primera quincena de octubre, motivada por los rumores de un inminente congelamiento. Nuevamente ganaron la pulseada los sectores más conservadores, que sostienen que no se puede poner en riesgo el equilibrio fiscal y la cada más vez complicada negociación con el Fondo Monetario Internacional.
Por otro lado, desde el punto de vista de su orientación política y la redefinición del marco de alianzas, en lugar de “girar a la izquierda” y recostarse en las organizaciones populares, el gobierno de Alberto Fernández, debilitado por los resultados electorales, se muestra más decidido que nunca a pactar con el poder real. Las señales, en este sentido, vienen siendo muy claras y comenzaron con la designación de Julián Domínguez en el ministerio de Agricultura, cuyo objetivo no es otro que el de acercar posiciones con las grandes patronales agrarias, cediendo, obviamente, a buena parte de sus reclamos.
En otro plano, el reciente viaje del ministro de economía a los Estados Unidos, acompañado por el jefe de gabinete Juan Manzur, no constituye solamente una señal de buena voluntad hacia los acreedores externos; también sugiere que el gobierno argentino está dispuesto a destrabar la negociación de la deuda a partir de un acuerdo político con Washington. El círculo (rojo) se completó la semana pasada, cuando el presidente invitó a los empresarios más importantes del país a un almuerzo en la Casa Rosada y participó, días más tarde, del coloquio de IDEAS. La única nota disonante, en el contexto de esta profundización de la política de buenos modales, parece haber sido la designación de Roberto Feletti en la Secretaría de Comercio Interior, aunque es muy pronto todavía para anticiparse al curso de los acontecimientos.
El gobierno, debilitado por la derrota electoral y por la crisis política posterior, tiende puentes con un enemigo que no se ha movido un ápice de su estrategia inicial, que consiste en erosionarlo y volverlo a desgastar para condicionarlo todavía más, hasta recuperar plenamente el control del poder político.
La evidente crisis de liderazgo agrava el panorama. La confrontación pública entre las dos principales figuras del Frente de Todos no fue gratuita. No tanto por el hecho de que hayan quedado visiblemente expuestas sus diferencias, sino fundamentalmente por la ausencia de una síntesis política posterior. La consecuencia es una especie de feudalización del poder que se expresó con claridad en el encuentro de La Rioja, donde bajo la consigna de la “territorialización” se acordó llevar adelante una campaña electoral descentralizada, liderada por los gobernadores en cada una de sus provincias.
Dos marchas, un enemigo
La falta de un liderazgo claro también se puso de manifiesto en ocasión de los actos por el 17 de octubre. El peronismo, después de un año y medio de pandemia y urgido por recuperar la mística perdida, no pudo organizar un acto unitario para conmemorar su fecha más emblemática. La escenografía tantas veces vista, que incluía a los principales referentes del Frente de Todos sobre el escenario, con Alberto y Cristina a la cabeza, no fue posible esta vez. Centenares de miles se manifestaron el domingo 17, en la Plaza de Mayo y en todo el país, y una impactante multitud lo hizo el lunes 18, bajo otras consignas y encuadrada en las estructuras organizativas de los sindicatos y de las organizaciones sociales. La importancia de volver a ganar la calle y disputar el espacio público es evidente; la fragmentación, la ausencia de oradores y la diversidad de sentidos de los actos del 17 de octubre también lo son.
A medida que la debilidad del gobierno se acentúa y su crisis de liderazgo se hace más visible, ganan terreno, en amplios sectores del oficialismo, las voces que reclaman la necesidad de establecer un consenso entre los diferentes sectores de la producción y el trabajo en torno a un conjunto de puntos básicos. Lo que nunca queda del todo claro es en qué consistiría dicho acuerdo, quiénes serían los actores convocados y qué beneficios se derivarían del mismo para las grandes mayorías populares. Todo resulta demasiado vago y ambiguo, a tono con el documento leído durante el acto de la CGT. Sin embargo, la asimetría entre los involucrados en ese acuerdo, tan hipotético como imposible, queda a la vista cuando de un lado se habla de trabajar de manera conjunta para impulsar la producción y el trabajo y del otro se responde con los verbos flexibilizar, precarizar y despedir.
En 1945 los sectores patronales no aceptaron la propuesta de conciliación de clases impulsada por Perón y eso fue, precisamente, lo que desencadenó la lucha política que desembocó en el 17 de octubre. En 1973, el Pacto Social planteado por el tercer gobierno peronista naufragó en el mar tormentoso de una puja distributiva que ponía de manifiesto cuánto había cambiado en veinte años la estructura económica y social de la Argentina y lo difícil que resultaba reeditar la experiencia de los tiempos del peronismo clásico. Casi medio siglo más tarde, en el contexto de una correlación de fuerzas mucho más favorable para ellos, los sectores más concentrados de la economía no sienten la necesidad de pactar nada. No hablan con el lenguaje de los acuerdos, de los pactos o de la concertación sino con el de la extorsión y el chantaje.
El gobierno supone que cediendo frente a ciertas demandas de los grupos de poder podrá conseguir una tregua y asegurar la gobernabilidad. Se trata de un razonamiento tan simple como ingenuo. Los grandes bancos, los sectores exportadores y las grandes corporaciones industriales y de servicios se limitarán a aprovechar su debilidad, obteniendo todas las ventajas posibles pero sin renunciar jamás al hostigamiento sistemático que llevan adelante desde los grandes medios concentrados. No se trata solamente de dinero; disputan el poder. El objetivo final es el copamiento directo y sin mediaciones del aparato del Estado.
Mientras se pierde un tiempo valioso en la búsqueda de estos consensos ficticios, los precios se siguen disparando, ante la evidente imposibilidad del gobierno de disciplinar a los mismos formadores de precios con los que busca un acuerdo desde hace casi dos años, volviendo utópica la premisa gubernamental de que los salarios le ganen a la inflación.
Noviembre
En este marco, la posibilidad de una remontada electoral aparece como lejana. Todas las expectativas están depositadas en que funcione la estrategia diseñada, basada en la descentralización de la campaña y en la pelea voto a voto en los territorios, apuntando a revertir los resultados en ciertas provincias claves, algunas de las cuales eligen senadores. Pero aún en el caso de que el gobierno consiga achicar la diferencia, su suerte estará echada si no se decide a modificar de manera drástica el rumbo de la economía, ya que la recuperación de la actividad económica basada en el dinamismo del sector exportador y de las grandes corporaciones industriales difícilmente impacte de manera directa en el bolsillo de los sectores más empobrecidos, y con índices de pobreza e indigencia como los actuales, ningún gobierno podrá sostenerse demasiado en el tiempo.
Cuando tuvo ocasión de avanzar en esa dirección, en el contexto inédito de una pandemia y gozando de altos niveles de aprobación, no lo hizo, ya sea por falta de audacia o porque simplemente no formaba parte de su proyecto político. De la derrota en las PASO sólo podía recuperarse apoyándose en las organizaciones populares y atendiendo a sus reclamos, pero todo indica que está empeñado en avanzar en la dirección contraria. Sus enemigos lo esperan con los brazos abiertos.