Caídos del mapa

Mientras la política tradicional sigue aferrada a sus códigos, sus ritos y sus lenguajes, millones construyen sentido en otros territorios: digitales, fragmentados e intensos, donde los representantes de siempre no aparecen. No es apatía, es abandono. No se perdió la cultura política, simplemente cambió de lugar. Y quien no entiende ese cambio, está condenado a quedarse afuera.

La política argentina tiene un problema del que no sabe hablar: el de su extravío. No se trata sólo de una desconexión generacional. Es más profundo: es territorial. Nuestra política está desubicada. Perdió el mapa. No sabe dónde se construye hoy la representación.

Durante décadas, los vínculos identitarios tenían anclaje físico. Sabíamos en qué lugares nacían las lealtades (el club de barrio, la escuela, la unidad básica, la mesa familiar). Mi generación se politizó ahí, al calor del roce. En lo colectivo. En lo palpable.

Los menores de 30 (que ya son casi la mitad del padrón) crecieron en otra geografía. Su mundo está en la pantalla. Su identidad no se forjó en la plaza, sino en un foro, en un juego en red, en una secuencia de algoritmos que los condujo, sin guía ni resistencia, de un tema a otro. No hay ignorancia ahí. Tampoco hay cinismo. Hay otra lógica. Otro lenguaje. Otro mapa. Y en ese mapa, nuestra política no figura.

No es que estén despolitizados. Es que el lugar donde construyen sentido es uno en el que los representantes tradicionales no tienen presencia, ni códigos, ni herramientas para entrar sin hacer ruido a destiempo. Lo que está en crisis no es sólo la narrativa. Es la localización. No llegamos.

Y mientras tanto, una parte del sistema político se consuela con explicaciones fáciles: que si TikTok, que si la inteligencia artificial, que si la posverdad. Todo eso podrá tener algo de cierto. Pero hay una pregunta previa, más incómoda: ¿dónde estábamos nosotros cuando empezó a desarmarse la confianza en la escuela, cuando el trabajo se volvió un malabarismo y el alquiler una condena? ¿Dónde estábamos cuando la identidad dejó de nacer en el barrio y empezó a florecer en un servidor de videojuegos?

Nuestros dirigentes siguen convencidos de que el problema es discursivo. Pero no. El problema es existencial. No estamos presentes. No habitamos los espacios donde se forma hoy el sentido. Y lo que no se habita, no se representa.

Su identidad no se forjó en la plaza, sino en un foro, en un juego en red, en una secuencia de algoritmos que los condujo, sin guía ni resistencia, de un tema a otro.

En este contexto, lo digital no es sólo un nuevo medio: es un nuevo orden de socialización. Uno en el que conviven dos versiones de cada individuo. En la vida privada aún persisten los valores que nos hacen humanos: el afecto, el cuidado, la ternura. Pero en la esfera pública (hoy mayormente virtual) prima el trolleo, la agresión, la exhibición. Esa escisión entre lo íntimo y lo público es una de las grietas por donde se colaron Milei, Trump y toda la jauría de ultraderecha. Monstruos que no inventaron el odio, pero sí supieron caminar por las sombras que dejó nuestra ausencia.

En lugar de habitar el nuevo espacio con humildad, con preguntas, con escucha, la política tradicional decidió replegarse. Y donde se retira la política, avanza el algoritmo. No hay vacíos. Hay ocupaciones. Hay subjetividades a la intemperie.

La evidencia más brutal de esa desconexión es la que estamos viendo en las urnas elección tras eleccion: abstenciones récord y apatía multiplicada. Porque ya lo sabemos: “o estás en la mesa, o estás en el menú”. Y la política tradicional no estuvo en la mesa de los nuevos vínculos, ni en la conversación real de millones. Estuvo hablando sola, en otro idioma, en otro tiempo.

Se suele decir que estamos perdiendo la batalla cultural. Pero no hay batalla posible en un territorio ya evacuado. No se trata sólo de refutar a la derecha. Se trata de reconstruir presencia allí donde todavía hay deseo: ese ecosistema fragmentado, veloz, caótico, en el que millones intentan entender cómo se vive en un mundo que ya no les ofrece nada estable.

Y para estar ahí no alcanza con tener razón. Hay que estar. Y estar implica incomodarse. Ceder centralidad. Aprender nuevos códigos. No desde el paternalismo, ni desde la nostalgia por lo que fue, sino con la voluntad sincera de volver a representar sin explicar todo el tiempo quiénes fuimos.

En los momentos de derrota, es común que la política busque refugio en la ética. Cuando la transformación colectiva parece imposible, algunos se repliegan a la pureza individual. No cambiamos el mundo, pero nos aferramos a que al menos el mundo no nos cambie a nosotros. Esa lógica convierte muchas veces la impotencia política en una sobreactuación moral.

Pero esa moral puede volverse una forma de aislamiento. Una pureza que ya no transforma, sino que vigila. Que ya no convoca, sino que condena. Una ética sin política corre el riesgo de convertirse en narcisismo: en virtud escenificada más que en acción efectiva.

La evidencia más brutal de esa desconexión es la que estamos viendo en las urnas elección tras eleccion: abstenciones récord y apatía multiplicada. Porque ya lo sabemos: “o estás en la mesa, o estás en el menú”

No se trata de tirar los valores por la ventana, pero sí de ponerlos en su lugar. Hay que entender que la política se hace con las manos, no desde el pedestal. Que vivir en sociedad implica contradicciones, y que nadie cambia nada sin embarrarse un poco. Porque al final, menos de media docena de contradicciones es dogmatismo.

Cuando una parte de la militancia se encierra en su burbuja, deja de hablarle a la gente. Se vuelve una especie de ritual sin sentido, como misa sin creyentes. Y cuando eso pasa, no sólo se pierden elecciones. También se pierde el sentido de para qué estamos en esto.
Por eso, más que invocar batallas culturales que no estamos librando, deberíamos preguntarnos cómo se reconstruye la presencia. Cómo se vuelve a estar. No desde arriba. No desde el púlpito. Sino al lado. En el mismo plano. Donde el vínculo no es vertical, sino horizontal..

Y no se trata de ir a dar lecciones. Se trata de escuchar. De dejar de explicar todo el tiempo y empezar a preguntar. Porque la representación no es una conquista, es una consecuencia. Nadie representa a quien no comprende.

Tal vez el desafío sea ese: construir una política que no se defienda, que no se excuse, que no se justifique todo el tiempo, sino que aprenda a estar. Una política que se anime a dejar el espejo y caminar el territorio nuevo, ese donde las viejas banderas no significan nada, pero donde el deseo sigue existiendo. Difuso, sí. Desordenado. Pero latente.

Y si no llegamos a estar donde hay que estar, si no peleamos por esos lugares, no va a ser culpa de los pibes. La culpa va a ser nuestra, nada más y nada menos. Porque, como dice el dicho, “el que se fue a Sevilla perdió su silla”. Y hoy estamos a un paso de perder ese lugar desde donde se puede empezar a imaginar un futuro distinto.