*Nota de opinión
En política, el tiempo no se mide sólo en calendarios. A veces, una generación entera envejece de golpe porque se niega a leer el presente. Hoy, el campo nacional y popular enfrenta una encrucijada que ya no puede disimular: renovarse o resignarse a administrar nostalgias.
La tensión (silenciada, disimulada, postergada) entre Axel Kicillof y Cristina Fernández de Kirchner no es un capricho de analistas o de los medios: es el reflejo de una discusión pendiente sobre tiempos, legitimidades y proyecciones. Y también sobre algo más incómodo: el lugar donde terminan los liderazgos carismáticos si no entienden que nadie puede conducir un país nuevo con manuales viejos.
Cristina Fernández de Kirchner sigue siendo, de mínima y sin lugar a dudas, el símbolo más potente de la identidad kirchnerista, con una gravitación que trasciende lo político y roza lo emocional. Axel Kicillof, en cambio, ha logrado construir en la provincia de Buenos Aires algo que escasea en la política argentina: poder real, sostenido en gestión, voto propio y una cercanía con la sociedad que le permite existir sin tutelas. No es infalible, pero ha logrado algo decisivo: no pedir permiso. Esa autonomía inquieta. Y haberlo logrado sin provenir del tronco tradicional del peronismo lo vuelve aún más disruptivo..
Paradójicamente, fue esa distancia la que le permitió convertirse en el único dirigente de una generación completa dentro del kirchnerismo que logró interpelar a un electorado masivo más allá del núcleo militante.
Aquel grupo militante nacido al calor de la repolitización de principios de siglo supo constituir un núcleo potente, leal y funcional al poder de Cristina. Formaron cuadros, consolidaron bancadas, gestionaron organismos, pero nunca lograron despegar como opción electoral autónoma.
Como bien señala Álvaro García Linera, los liderazgos carismáticos son hijos de un tiempo específico. Y su decadencia empieza cuando la historia sigue adelante pero ellos se quedan en el mismo lugar.
La política, como el amor, tiene su cuota inevitable de melancolía. Pero pretender gobernar una sociedad cambiante desde un altar de recuerdos es una receta perfecta para la derrota. Sobre todo cuando el adversario (por más salvaje o primitivo que sea) ofrece una respuesta, aunque sea brutal, al desconcierto generalizado.
Hoy el gobierno libertario de Milei avanza no porque haya conquistado el corazón del pueblo, sino porque sus opositores todavía no logran construir una alternativa emocionalmente creíble. Cuando el progresismo sólo denuncia pero no ilusiona, se indigna pero no organiza, el resultado no es resistencia: es retirada.
La experiencia latinoamericana reciente no deja lugar a equívocos. En México, el trasvasamiento ordenado entre López Obrador y Claudia Sheinbaum permitió sostener la hegemonía progresista. En cambio, Bolivia se fracturó cuando Evo Morales confundió liderazgo con propiedad privada del movimiento, y Ecuador dejó escapar su base social cuando el correísmo apostó todo a su nombre y nada a su renovación. El reloj avanza. Y las oportunidades, también, se agotan.Mientras tanto, en la rosca nuestra de cada día, empieza a aparecer ese fenómeno tan conocido: cuanto más urgente es la necesidad de pensar en grande, más mezquino se vuelve el debate, reducido a juegos de poder y cálculos de supervivencia personal. Cuanto más grande es el reto civilizatorio, más se discuten pavadas, como si la historia pudiera esperar. Quizás no falte mucho para que escuchemos a algún dirigente decir, sin sonrojarse, que cualquier liderazgo ajeno a su pequeño santoral es ilegítimo por definición. La política como club de fans. El trasvasamiento como amenaza. Y el horizonte colectivo reducido a la nostalgia de “cuando nosotros gobernábamos”.
Por momentos, el campo nacional y popular parece atrapado en una versión criolla del síndrome que destrozó a la izquierda española: liderazgos que no pueden tolerar el éxito de sus propios herederos, corrientes internas que prefieren el incendio a permitir que otros triunfen, y militancias educadas para desconfiar de cualquier proyecto que no lleve las iniciales correctas. Así, la política se transforma en tierra arrasada, en la que algunos sueñan con volver a caminar un día al grito de “con nosotros vivíamos mejor”.
Lo trágico es que, mientras la interna se empantana en una disputa cada vez más mezquina, el afuera arde. La Argentina de Milei no está esperando propuestas: las necesita con urgencia. No hay espacio para tácticas adolescentes ni para estrategias de “esperar a que todo se hunda para volver a escena“. Si no se ofrece una salida creíble, la desesperación social encontrará sus propios caminos. Y no siempre serán caminos amables.
La política no premia las gestas románticas ni las venganzas tardías. La política premia la audacia, la lectura del momento y la capacidad de construir poder real en contextos hostiles. Todo lo demás es folclore, y el folclore, aunque digno, nunca gana elecciones.
La encrucijada está planteada. O el campo nacional y popular asume de una vez por todas la necesidad de renovar sus liderazgos, traspasar capital político y construir nuevas síntesis; o se resignará a ver cómo sus mejores páginas se convierten en recuerdos cada vez más lejanos.
Trasvasar no es traicionar. Es habilitar nuevas voces, traspasar poder, construir síntesis que permitan recuperar el futuro.
Trasvasar, hoy, es el único acto de amor político verdadero.
*militante popular