La inteligencia en el sur, las decisiones en el norte

La posible instalación de un centro de datos de OpenAI en la Patagonia genera expectativa por inversiones y empleo, pero plantea interrogantes sobre soberanía tecnológica, impacto ambiental y distribución de beneficios: mientras la empresa gana control sobre datos y capacidad computacional, los costos recaerían en Argentina.

El reciente anuncio de Sam Altman, CEO de OpenAI, sobre una posible inversión en Argentina para instalar un centro de datos “de escala global”, desató una ola de entusiasmo en el gobierno. Sin embargo, detrás de la euforia por la posible llegada de un gigante de la inteligencia artificial al país, lo que se esconde es una relación de asimetrías: el beneficio sería enorme para OpenAI, mientras que los efectos concretos para la Argentina, en términos de soberanía tecnológica, generación de empleo y costo ambiental, son inciertos.

El anuncio fue tan sorpresivo como opaco. No hubo presentación formal de un proyecto, menos aún detalles sobre inversión, plazos o contrapartidas. Solo trascendieron conversaciones preliminares y la visita de representantes de la empresa al sur del país, donde evaluarían la instalación de un data center. Altman, que en otras oportunidades se mostró interesado en proyectos vinculados a energía nuclear y a la minería de litio, habría destacado las condiciones energéticas y climáticas de la Patagonia como ideales para alojar servidores de alto rendimiento. Es decir, los mismos recursos estratégicos que el país no logra aprovechar plenamente para su propio desarrollo podrían terminar sirviendo a la expansión de una corporación extranjera que controla uno de los sistemas de inteligencia artificial más poderosos del planeta.

El relato oficial gira en torno a la atracción de inversiones y la generación de empleo calificado. Pero la experiencia global muestra otra cosa. Los grandes centros de datos que operan empresas como Amazon, Google o Microsoft emplean, en promedio, a menos de 100 personas en forma permanente, la mayoría en mantenimiento técnico o seguridad. El verdadero valor agregado se produce en otro lado: por ejemplo en Silicon Valley, donde se diseñan los modelos, se entrenan los algoritmos y se controlan los flujos de datos. Si el acuerdo avanza, el país podría terminar ofreciendo su territorio, su energía y sus recursos naturales para alojar máquinas que procesan información, sin participar en la cadena de valor que genera conocimiento y capital.

A esto se suma un aspecto apenas mencionado: el costo ambiental. Un solo centro de datos de alta capacidad puede consumir la misma cantidad de electricidad que una ciudad de 50.000 habitantes. La infraestructura que requiere OpenAI para mantener y entrenar modelos como GPT demanda un uso intensivo de energía y agua para refrigeración. Un estudio de la Universidad de California estimó que el entrenamiento de GPT-3 utilizó alrededor de 700.000 litros de agua dulce. En regiones como la Patagonia, donde la matriz energética se apoya en represas y gas, y donde el acceso al agua es cada vez más crítico por el cambio climático, el impacto ambiental de una infraestructura de este tipo sería considerable. No hay, hasta el momento, ningún estudio de impacto ambiental publicado ni compromiso explícito de mitigación o uso de energías renovables.

El desequilibrio se agrava si se observa qué tajada obtiene OpenAI de todo este asunto. En un contexto global donde los costos de energía y refrigeración se disparan, instalar servidores en un país con tarifas subsidiadas, abundancia de agua y un gobierno dispuesto a avanzar en una reforma laboral regresiva para los trabajadores, es una ventaja estratégica. Además, la compañía podría beneficiarse de acuerdos impositivos o regímenes de promoción tecnológica que reducirían sus costos operativos. Es decir: mientras la Argentina aporta recursos naturales, suelo y exenciones, OpenAI acumula poder computacional, datos y ganancias. Es como si el país alquilara su casa por monedas, y el inquilino además se llevara los muebles, los planos y hasta las llaves.

No se trata solo de una cuestión económica, sino también de soberanía informacional. Los datos son hoy la materia prima del siglo XXI. Y aunque el gobierno intente presentar la llegada de Altman como un hito de modernización, el riesgo es que el país se convierta en un simple enclave extractivo de datos, como antes lo fue de granos o minerales. El diferencial tecnológico queda afuera, y lo que queda adentro son los costos: ambientales, energéticos y simbólicos.

Como si eso fuera poco, el anuncio se produjo en un clima de absoluta falta de transparencia. Ni el gobierno ni la empresa ofrecieron información detallada sobre el proyecto. No se sabe si habrá acceso local a la tecnología desarrollada, ni si se implementarán marcos regulatorios que garanticen la protección de datos y la supervisión del uso de inteligencia artificial en territorio argentino. La opacidad es parte del problema: se celebra una inversión sin saber de qué se trata, y se promete un salto al futuro sin discutir los riesgos de entregarle infraestructura crítica a una corporación extranjera cuyo modelo de negocio se basa, precisamente, en la acumulación de información global sin control democrático.

Un último elemento merece atención: la propia naturaleza de la inteligencia artificial que promueve OpenAI. Numerosos estudios han demostrado que los grandes modelos de lenguaje reproducen sesgos de clase, género y etnia presentes en los datos con los que se entrenan. OpenAI ha sido objeto de denuncias por falta de transparencia en su código y por sesgos en sus resultados. Si a eso se suma la posibilidad de que parte del entrenamiento o almacenamiento de esos sistemas se realice en Argentina, el país podría convertirse, paradójicamente, en sede de una tecnología cuyos sesgos y decisiones no controla. Una “inteligencia” que no responde a intereses nacionales ni colectivos, sino a lógicas privadas globales.

En definitiva, el entusiasmo por la posible llegada de OpenAI parece responder más a un deseo de validación, algo así como ser parte de la conversación global sobre innovación, que a una estrategia soberana de desarrollo tecnológico. Lo que se presenta como inversión puede ser, en realidad, un nuevo capítulo de dependencia: Argentina pone la energía, el territorio y los recursos; OpenAI se lleva los datos, los beneficios y el control. La inteligencia, en este caso, sigue concentrada en otro lado del mapa.