Trasvasar o naufragar II: el silencio después del ruido

La detención y proscripción de Cristina Kirchner no solo alteró el rumbo de la historia, sino que también dejó al descubierto una verdad incómoda: la fragilidad de un movimiento que concentró casi toda su fuerza en una sola figura. El desafío que queda es reconstruir una conducción colectiva, capaz de sostener el legado sin convertirlo en altar.

Entre la detención de Cristina, el avance libertario y el reacomodamiento interno del
peronismo, el movimiento nacional y popular enfrenta tal vez el desafío más profundo de su historia reciente: dejar de mirar el espejo retrovisor y animarse a construir futuro.

Hay momentos en los que la historia parece quedarse muda. No porque falten hechos, sino porque sobran ruidos. Desde aquella columna de mayo hasta hoy, pasaron apenas unos meses, pero el país pareció envejecer una década. La crisis dejó de ser diagnóstico para volverse atmósfera. Se respira, se cuela en cada charla. Y mientras tanto, el peronismo sigue contando lo qué fue, en lugar de preguntarse qué quiere ser.

El gobierno libertario convirtió la demolición del Estado en una causa moral. Trump lo
apadrinó sin matices, sellando la foto de un alineamiento geopolítico que explica como el
laboratorio argentino pasó a formar parte del manual global de la derecha reaccionaria. El
show continúa, pero la economía sangra. Milei habla con la biblia del mercado en la mano mientras cada vez más argentinos se deslizan por debajo de la línea de pobreza. Y, aun así, conserva iniciativa política y apoyo popular. Porque parece haber entendido algo que su oposición todavía no: en política no sobrevive quien tiene razón, sino quien tiene el pulso del momento.

La detención y proscripción de Cristina Kirchner no solo alteró el rumbo de la historia, sino que también dejó al descubierto una verdad incómoda: la fragilidad de un movimiento que concentró casi toda su fuerza en una sola figura. Cuando el poder se vuelve tan personal, alcanza con sacar de la cancha a esa persona para desactivar toda la fuerza que la rodea. Y eso fue exactamente lo que hicieron. Lo que siguió no fue solo una injusticia judicial, sino el fin simbólico de una era. El desafío que queda es reconstruir una conducción colectiva, capaz de sostener el legado sin convertirlo en altar.

Kicillof encarna, con su estilo austero y su paciencia obstinada, esa transición de la que
muchos reniegan. No se auto postula como heredero, simplemente gobierna. Mientras el país se achica, la provincia resiste. Mientras la antipolítica se disfraza de épica, él defiende la gestión como acto político. A su alrededor, no faltan los obsecuentes de ocasión que buscan usar su figura como arma en pequeñas rencillas personales, pero la historia viene marcando que el gobernador suele gambetear correctamente esas trampas. Y ahí está su verdadero valor político: resistir la tentación de convertir la gestión en revancha. En tiempos de egos inflamados y proyectos frágiles, esa sobriedad no es debilidad: es método.

Y mientras tanto, Milei impone agenda. Porque no hay vacío en política: lo que uno no
ocupa, lo ocupa el adversario. Se metió en los barrios, en las redes, en las escuelas, en la
desesperación cotidiana. Con argumentos falsos, sí, pero con narrativa. El peronismo, en
cambio, parece haber olvidado que la política no se hace con razón, sino con esperanza. Que la verdad sin emoción no convence a nadie.

Lo que está en juego ya no es sólo una elección futura, sino una matriz cultural. La derecha global busca instalar una subjetividad nueva: la del individuo abandonado, que ya no espera nada de nadie. Si el peronismo no logra ofrecer una alternativa emocionalmente creíble, no importará cuántas veces tenga razón: la perderá igual.

Por eso la disputa interna no puede seguir orbitando alrededor de nombres, sino de
sentidos. El trasvasamiento que alguna vez fue consigna hoy es necesidad biológica. No hay que jubilar a nadie, sino sencillamente permitir que otros asuman responsabilidades. La historia no necesita custodios, necesita continuadores. Y eso implica, a veces, dejar de mirar el espejo retrovisor para mirar el horizonte.

Cristina está donde siempre estuvo: en el corazón de millones. Pero la política se juega en
otro terreno, más áspero, menos sentimental. Kicillof, quizás sin quererlo, se convirtió en la figura que puede tender ese puente entre el legado y el futuro. No porque sea un elegido, sino porque está donde hay que estar: en el barro, gestionando nada menos que la provincia de Buenos Aires, sin slogans vacíos y enfocando con claridad y determinación que el enemigo es Milei.

El peronismo tiene quizás una última oportunidad de volver a ser mayoría: asumir que los
tiempos cambiaron. Que la mística no necesariamente se pierde al renovarse, pero si al repetirse. Que no hay traición en el trasvasamiento, sino supervivencia. Y que, si no se anima a hacerlo, otros seguirán gobernando con la bandera de la antipolítica mientras el
pueblo paga la factura.

El silencio después del ruido puede ser un comienzo o una despedida. Depende de quién lo interrumpa primero.