La democracia está en disputa. Siempre lo estuvo. Los regímenes conservadores de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX se arrojaban para sí el privilegio de votar, tan seguros de sostener la continuidad de su modelo de granero para pocos que lo hacía a viva voz. Durante la década infame allá por los ’30, los mismos actores volvieron con el “fraude patriótico” que aseguró durante algunos años más la prioridad exclusiva de sus intereses bajo cualquier costo, incluso el de asesinar a un legislador en el Congreso y a plena luz del día.
Y cuando uno de los mayores procesos de democracia de masas arrasó en las urnas, a esos mismos actores no les quedó más que las bombas y las balas. Mediante las Fuerzas Armadas, pasadas a partido político sin serlo formalmente, y con el pensamiento oficial bombardeando desde grandes medios de comunicación, estos mismos sectores fusilaron la democracia en un basural. Para asegurarse la desaparición del cuerpo aún vivo del pueblo, lo enterraron con 18 años de proscripción.
Pero como dijo Rodolfo Walsh, “hay un fusilado que vive”. Ese fusilado, aun en pie, volvió a reventar las urnas. No sirvió el fraude, no sirvió la proscripción, entonces fue necesario el horror. Aplicaron directamente un minucioso mecanismo de censura, manipulación mediática, saqueo y desmembramiento de la economía, y un plan sistemático de secuestro, tortura y exterminio. Directamente quemaron el bosque sin medir consecuencias. Evidentemente, la democracia de los dueños del país, no es la democracia de las grandes mayorías.
Al revisar el listado de detenidos-desaparecidos en la última dictadura cívico militar vemos que la mayoría de ellos eran activistas sindicales, delegados de fábrica y referentes barriales. El golpe de Estado del 1976 tuvo un objetivo claro. Invocando al centenario Proceso de Organización Nacional que a sangre (de gauchos e indios) y fuego instauró la argentina liberal agroexportadora, los mismos apellidos de antaño re instauraron con violencia un modelo evidentemente impopular.
“Hemos dado vuelta una hoja del intervencionismo estatizante y agobiante de la actividad económica para dar paso a la liberación de las fuerzas productivas”, dijo el por entonces Ministro de Hacienda, José Alfredo Martínez de Hoz. El mismo apellido que bajó del barco con Juan de Garay, ahora modernizado por los cables del imperialismo norteamericano y los grandes organismos de invasión financiera.
Como dice el viejo tango “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?” ¿Cómo reponerse a tanta tristeza y tanto terror? Nuevamente, como dijo Walsh, “hay un fusilado que vive”. Vive y resiste. En lo más mínimo, desde la exclusión, desde la fé. Un fusilado que fingió huelgas disimulándolas con múltiples faltas por enfermedad en una fábrica ya que la actividad sindical era castigado con la desaparición y la muerte. Un fusilado que fingió reclamos colectivos con trabajadores que entraban y salían de las oficinas de los patrones simulando reclamos individuales pero con la misma consigna. Una fusilada que dio vueltas en una plaza porque había que “circular”. Una fusilada que dando miles de vueltas siempre fue para adelante.
La primera manifestación masiva contra la dictadura militar fue el 7 de noviembre de 1981. Esta vez la movilización se disfrazó de peregrinación por San Cayetano. Quizá no se disfrazó, quizá fue realmente la fe, esa que tiene el que ya lo perdió todo, esa fe del que trabaja día a día por un plato de comida para su familia, esa fe de la que revuelve la olla, la fe de los condenados de la tierra, de los excluidos esperando el milagro de los pobres. Las manifestaciones cotidianas se daban también en las canchas, donde al fragor de la fiesta popular de la pelota (que no se mancha) se cantaba “se va a acabar, se va acabar, la dictadura militar”.
Pero hubieron dos tiros de gracia a la resquebrajada dictadura. Por un lado la huelga nacional del 30 de marzo de 1982 que colmó nuevamente la plaza con banderas de la CGT y las organizaciones sindicales. Por otro lado, el patriotismo traicionado de cientos de jóvenes que pelearon en la Guerra de Malvinas. Jóvenes pobres, de los barrios, de las provincias, pasando hambre y frío por culpa de los mismos que antes de la guerra le provocaban los mismos síntomas.
Esta resistencia minuciosa, desesperada, esta resistencia de la fe y la necesidad, fue la que forjó el retorno a la democracia. Por nuestra democracia corre sangre obrera, del barrio, del campo, villera. Esta democracia nuestra, la que sostenemos hace 40 años, fue también sucesivamente traicionada. Traicionada por empresarios que fueron parte de la noche más triste de nuestra historia y aún siguen hablando de finanzas y de lo que hay que hacer para ser una gran nación. Traicionada por un sistema político cada vez más ajeno al pueblo que debería representar. Traicionada por la hiperinflación, por la privatización y el saque menemista, por muertos del 2001, por los muertos del Puente Pueyrredón, por el agronegocio, la extracción contaminante, por el hambre de los wichis, por el narcotráfico.
Esta democracia, nuestra democracia, aún está en deuda. En deuda con los trabajadores en blanco que están por debajo de la línea de pobreza, en deuda con siete millones de trabajadores de la economía popular que pelean día a día y a destajo por un ingreso mínimo, en deuda con los jóvenes acosados por el transa, en deuda con el campesino sin tierra, con el que no tienen un techo. En deuda, pero es nuestra.
Y está siendo amenazada: fue amenazada por una bala que casi sale en Recoleta. Amenazada por la mafia judicial. Amenazada por tanto manosea y tantas usinas que con pauta gritan noticias falsas para callar la realidad.
Amenazada, pero nuestra. Nuestra, bien nuestra. Una democracia que vive y resiste. Resiste en la organización de los pobres, en las paredes que nuestros sindicatos pudieron levantar. Que resiste y vive en cada 24 de marzo, en cada pedido de memoria, verdad y justicia.
Democracia tan fuerte que alzó muchas veces a un pueblo para defenderla. Democracia tan delicada como el bordado de un pañuelo blanco que pide a gritos “Nunca Más”.