Colombia
Un dirigente campesino me preguntó si Santiago Maldonado era un pueblo. Me pareció justa la metáfora: Santiago, al igual que Darío y Maxi, la Negra Micaela o las y los 30 mil desaparecidos, viven en la memoria del pueblo.
Pero aquella pregunta era literal: el compañero quería saber si las movilizaciones masivas que estábamos viendo por internet tenían que ver con la desaparición de un pueblo llamado Santiago Maldonado. Como quien dice Santiago de Compostela o Marcos Paz.
En su forma colombiana de percibir las tragedias, la dimensión de las marchas que estábamos viendo solo podía corresponderse con algún tipo de masacre perpetuada contra toda una comunidad. Se imaginaba decenas de muertos y en esa escala, se le hacía entendible la masividad de las protestas, lo insistente de las campañas que batallaban para que no se naturalizara la impunidad.
Entonces le conté: que Santiago era un muchacho solidario comprometido con la lucha mapuche y que no se sabía de él desde que se había producido una cruenta represión en la Patagonia, en territorio originario. Mi interlocutor recién ahí cayó en la cuenta:
–Toda esa movilización por uno solo que desaparecieron… Qué distinto es en Argentina, qué verraco eso… Aquí, ya sabes: tiene que haber una masacre muy hijueputa para que la sociedad reaccione de esa manera. Y por lo general, ni así.
Otra vez, en Ecuador
En ocasión de conversar más largo y más a fondo con uno de los abogados que asesoraba el proceso de paz entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el gobierno de Colombia, que se desarrollaba por aquel entonces en Quito.
El compañero, con una amplia experiencia internacional en defensa de los derechos humanos, me preguntaba por qué creía yo que en Argentina se había podido avanzar tanto en los juicios contra los militares de la dictadura. Mi primera reacción fue relativizar lo que, creía, era una valoración idealizada.
Le dije de las leyes de impunidad tras la semana santa alfonsinista, los indultos y algunos privilegios de los genocidas que pedían prisión domiciliaria. Él me contó la cantidad y gravedad de crímenes de Estado que ni siquiera habían tenido un esbozo de juicio en toda Nuestra América. Insistió que, según su mirada, nuestra efectividad en la lucha contra la impunidad era ejemplar.
Por toda Nuestra América
Cuando visité la casa de Shafick Handal en San Salvador, los compañeros del Frente Farabundo Martí quisieron saber sobre “aquella estación de trenes en Argentina que convirtieron en museo de lucha”, y entendí enseguida que hablaban de nuestra querida estación ex Avellaneda, ahora Kosteki-Santillán.
En Chile me preguntaron por el nombre de la organización. Conocían someramente la historia del piquetero combativo y solidario, pero no entendían bien cómo nuestra organización había tomado el nombre de uno de nosotros. En charla de asado, un militante universitario ilustró la inquietud:
–Los nombres de las organizaciones se buscan entre figuras ya cristalizadas por el tiempo, aun cuando fueran personajes negados por la historia oficial. Mira po, Manuel Rodríguez acá, Zapata en México, Bartolina Sisa en Bolivia, o allá los Montoneros. Pero lo del compa de ustedes como nombre para la organización, qué audaz.
Les conté de Aníbal Verón, Teresa Rodríguez y esa costumbre ¿argentina? de convertir en bandera a los caídos. Casi en el momento, sin esperar.
Charlas por el estilo, preguntas sobre nuestro empecinamiento por la memoria, se repitieron en cada lugar por donde me tocó andar. La referencia primera, más clara y emblemática, siempre era la de las Madres de Plaza de Mayo y su intransigencia al buscar condenas para los genocidas, o las Abuelas y su persistencia para encontrar a sus nietas y nietos apropiados por el terrorismo de Estado. Me honraba que asociaran la lucha por justicia para Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en esa misma línea. En cada una de aquellas conversaciones entendí mejor y aprendí a valorar las gestas contra la impunidad que este pueblo sabe dar.
La lucha sigue
En el largo recorrido por justicia para Darío y Maxi se dieron pasos inéditos. En un primer juicio se logró la más alta condena (reclusión perpetua), a un Comisario Mayor. En Argentina nunca había pasado algo así por crímenes en democracia, si se tiene en cuenta la dureza de la condena y el alto rango del condenado.
Este 26 de Junio se cumplen 19 años de los hechos y todavía se mantiene el reclamo para que se realice un nuevo juicio que logre condenar a los responsables políticos de la represión y las muertes.
Algunos de los sospechados siguen siendo protegidos de la casta política dirigente y del peronismo en particular, aun de su variante “progresista” como la que encarna el gobierno actual.
Felipe Solá, entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires y responsable de la fuerza policial que causó las muertes, es hoy impune canciller del gabinete nacional. Aníbal Fernández, vocero y justificador de los criminales en aquel entonces, es ahora interventor presidencial de Yacimientos Carboníferos Río Turbio. El señalamiento a estos garantes de la impunidad son luchas en las que nunca debemos cejar.
Lo supimos desde el primer día, lo escribimos en letra de molde cuando publicamos el libro sobre la Masacre de Avellaneda: “Si durante estos meses la impunidad tuvo algún contrapeso, fue la permanente movilización popular que mantuvimos cada día 26 de cada mes. El señalamiento público de los responsables a través de la denuncia, la movilización y los escraches se convirtió en la forma en la que los de abajo tenemos de exigir justicia”.
Atravesamos un tiempo signado por otros tantos hechos de violencia contra nuestros pueblos en distintas regiones de Nuestra América. Decenas de represiones arrebatan la vida a jóvenes comprometidos con la lucha social. Miles de heridos y cerca de 30 muertos en Chile desde el inicio de la rebelión de 2019; más de 20 asesinados en las masacres de Sacaba y Senkata en Bolivia tras el golpe a Evo; y lo más impactante, la secuela de asesinatos y desapariciones que está habiendo en Colombia por parte del Estado terrorista ante la pujante protesta social.
La solidaridad entre los pueblos es fundamental, y también en ese plano han surgido dignas experiencias desde este sur rebelde. Sendas brigadas internacionalistas viajaron, en su momento a Bolivia y hace poco a Colombia, con el fin de ampliar la denuncia internacional ante la represión y la impunidad.
El repaso latinoamericano y la mención de las solidaridades me lleva a otro recuerdo, bastante más atrás. Eran tiempos de la Revolución Sandinista y el comandante Omar Cabezas vino a Argentina a participar de algunas actividades de solidaridad.
Varios jóvenes entusiasmados por aquella revolución que todavía exudaba vitalidad le preguntaron por las posibilidades de ir a ayudar allá. Cabezas dijo que agradecía las ganas de ir a Nicaragua, pero la manera más efectiva de ser solidarios con una revolución era hacer la revolución en el propio país, que mejor redoblaran la militancia acá.
De aquel sandinismo todavía heroico (tan contrastante con el orteguismo actual) es también la voz del poeta que anunció el verdadero sentido de justicia detrás de toda lucha, cuál sería, llegado el día, nuestra “venganza personal”. La búsqueda de condena a los verdugos del pueblo no es el fin en sí mismo; habrá justicia cuando, siguiendo esos bellos versos, podamos decir ¡buenos días!, sin mendigos en las calles. A la vez, aprendimos que más lejos estaremos de cualquier horizonte de cambio social si no logramos dar de la mejor forma las batallas contra la impunidad.
Siempre dijimos que “Darío y Maxi no están solos”. Poco reparamos, en cambio, en los modos en que el ejemplo de la lucha por justicia en estos casos puede iluminar otras búsquedas, tan necesarias en toda Nuestra América. Que sepan en cualquier rincón donde haya luchas, que no estarán solos ni solas a la hora de reclamar justicia. Que –volviendo a las enseñanzas de las Madres una vez más– la única lucha que se pierde es la que se abandona. Convidar con generosidad lo que fuimos aprendiendo en este camino plagado de dificultades, eso también es solidaridad.