La segunda ola de la pandemia se venía anunciando desde hace meses, aunque el gobierno parece haberla visto venir cuando ya la tenía encima. Esa falta de reflejos le impidió capitalizar políticamente dos logros importantes: la capacidad para hacerse de una buena cantidad de vacunas en medio de una enorme escasez mundial y una campaña de vacunación cuyos números siguen siendo más que aceptables.
La decisión de profundizar los vínculos con Rusia y con China, en momentos en que estas dos potencias agudizan sus antagonismos con los Estados Unidos, constituyó una apuesta geopolítica que –además de inquietar e a los poderes fácticos– garantizó la llegada de millones de dosis a partir de la negociación directa entre los estados, mientras que los países que optaron por negociar contratos directamente con los grandes laboratorios (casi todos los de la Unión Europea, por ejemplo) se enfrentaron con graves dificultades para conseguir las vacunas. Según los últimos datos oficiales, la Argentina ha logrado inmunizar (al menos con una dosis) a un 10% de su población. Ese porcentaje, que a primera vista puede parecer exiguo, no lo es tanto si se lo compara con el que alcanzan países como Alemania, Francia e Italia, que rondan en promedio el 15%.
Sin embargo, el crecimiento vertiginoso de los contagios a lo largo de las últimas tres semanas, ante la pasividad de un gobierno que sólo se limitaba a mirar cómo subía la curva, terminó modificando la ecuación en términos políticos, opacando los avances conseguidos y generando una sensación de desborde a la que contribuyeron no sólo los medios opositores sino también (insólitamente) los que pretenden apoyar al gobierno. El objetivo, mil veces anunciado, era contener la segunda ola hasta que se pudiera vacunar a toda la población de riesgo. Pero en esa carrera contra el virus, el gobierno quedó a la zaga y se mostró (para decirlo en términos futboleros) falto de tiempo y distancia, apurando las medidas que había que retrasar (como el regreso a las clases presenciales) y demorando las que eran urgentes (como el cierre de las fronteras aéreas y el control de la nocturnidad).
En un contexto muy diferente al de hace un año atrás, donde los márgenes de acción para establecer fuertes restricciones se han achicado de manera considerable (en primer lugar por los alarmantes índices de pobreza e indigencia, pero también por una evidente falta de consenso social) estos errores no forzados terminaron dándole aire a una oposición de derecha cuyas posibilidades en el corto plazo dependen, casi exclusivamente, del agravamiento de las condiciones sanitarias. Las próximas semanas serán tan decisivas como impredecibles. Si el gobierno consigue frenar la suba de casos y aumentar el ritmo de vacunación de los grupos de riesgo tal vez pueda estabilizar los niveles de internación y bajar la tasa de letalidad. Del resultado de esa carrera contrareloj depende una parte importante de sus posibilidades futuras.
La otra parte está atada a la evolución de la economía y su impacto sobrela dramática situación social. Los datos dados a conocer por el INDEC a fines de marzo son concluyentes al respecto: 42% de pobres (un punto más que durante el segundo semestre de 2019)y 10,5% de indigentes (dos puntos más con respecto al mismo período) con el agravante de que, entre estos últimos, es cada vez más amplia la brecha que se abre entre el ingreso familiar promedio y la canasta básica de alimentos. En otras palabras, los que están por debajo de la línea de indigencia, están cada vez más abajo, poniendo en evidencia que la pandemia afectó fundamentalmente a los que menos tienen y profundizó la desigualdad social.
Es cierto que la actividad económica se está recuperando (incluso el gabinete económico corrigió sus proyecciones para el 2021, hablandoahora de un crecimiento del 7%anual, un punto y medio por encima de lo previsto en el presupuesto) pero al momento de identificar cuáles son los sectores sobre los que se monta esa recuperación vuelven a aparecer las dudas en relación a su impacto sobre los veinte millones de argentinos y argentinas cuyos ingresos están por debajo de la línea de pobreza. Y esto es así porque buena parte de la recuperación económica se explica por el crecimiento extraordinario del valor de las exportaciones agroindustriales (en el primer trimestre de este año ingresaron divisas por más de 6.700 millones de dólares, la cifra más alta en casi dos décadas) y en el dinamismo de unas pocas ramas industriales entre las que se destacan la automotriz y la de la construcción. Sin embargo, la mayoría de las actividades industriales vinculadas al consumo masivo de la población no logran todavía recuperarse y difícilmente puedan hacerlo mientras los salarios e ingresos de las clases populares, ya sea en el ámbito de la economía formal o en el de la economía popular, sigan corriendo (cada vez más) detrás de la inflación.
En este sentido, no deja deser preocupante la incapacidad del gobierno para “alinear precios con salarios”, para decirlo con las palabras que utilizó CFK en La Plata a fines del año pasado. Varios factores explican este problema. Uno de ellos es la primacía, dentro del equipo económico (y por ende del gobierno en general) de los celosos defensores del equilibrio fiscal. Aunque lo nieguen en público, no son pocos los funcionarios que comparten la idea de que los aumentos salariales desembocan inevitablemente en inflación(algo que la experiencia histórica argentina pone seriamente en entredicho) y que temen que las transferencias directas de dinero hacia el bolsillo de las clases populares termine, indirectamente, presionando sobre el tipo de cambio. Esa lógica fue, junto con otras razones vinculadas al equilibrio de las cuentas públicas, la que selló la suerte del Ingreso Federal de Emergencia (IFE), uno de los principales aciertos del gobierno, que terminó siendo espejo, con su posterior eliminación, de las limitaciones señaladas.
Pero más allá de estas concepciones de política económica, es evidente que hay una incapacidad manifiesta por parte del gobierno para disciplinar a los formadores de precios y contener los aumentos de tarifas y combustibles. En relación a este punto, de poco valen las excusas y las justificaciones: quien va a comprar un producto de primera necesidad y se encuentra con aumentos constantes y sistemáticos en las góndolas del supermercado, en la verdulería o en el almacén del barrio, no se pone a pensar en la responsabilidad que tiene, en el precio final, cada uno de los eslabones de la cadena de valor. Más bien tiende a pensar –y con bastante razón –que la responsabilidad es del gobierno.
Por último, el aumento imparable del precio de los alimentos (siempre por encima de la media inflacionaria) también está relacionado con un modelo de crecimiento basado en la exportación de bienes primarios que no cuenta, como contrapartida, con mecanismos compensatorios para regular los precios internos. El actual esquema de retenciones le permite al gobierno hacerse de una buena cantidad de divisas y fortalecer las reservas del Banco Central pero se revela totalmente insuficiente para garantizar que el aumento de los precios internacionales no termine impactando en el bolsillo del consumidor. Lo más lógico –sobre todo en una coyuntura excepcionalmente favorable para el sector agroexportador–sería elevar el nivel de las retenciones a partir de un esquema de segmentación que apunte a los sectores más concentrados, lo que permitiría aumentar los ingresos y desacoplar los precios internos de los externos. Pero el gobierno no está dispuesto a enfrentarse con el único sector de la economía que garantiza divisas. Y mucho menos en el contexto de una pandemia. Es evidente que prefiere mantener sus cuentas en orden, aumentar el nivel de las reservas, equilibrar los gastos y garantizar la estabilidad de las variables macroeconómicas.
El problema es que de esa manera no se podrán revertir de manera significativa, al menos en el mediano plazo, los índices de pobreza y de indigencia. La recuperación de la actividad económica es un requisito necesario pero no suficiente para dejar atrás una crisis social que se ha profundizado de manera dramática como consecuencia de la pandemia. La creciente desigualdad estructural de la sociedad argentina hace que sea cada vez más utópico pensar que la riqueza apropiada por un puñado de grandes empresas pueda “derramarse” sobre el conjunto del pueblo. Se requiere de manera urgente una intervención activa por parte del Estado, mediante transferencias directas de ingresos hacia las clases populares, dirigidas especialmente hacia los hogares más vulnerables. Con reservas que vienen creciendo lenta pero sostenidamente desde fines del año pasado, un flujo de divisas que no parece por lo pronto interrumpirse, un producto bruto que estará por encima del previsto en el presupuesto y habiendo postergado en el corto plazo las obligaciones externas, el Estado cuenta con recursos como para hacerlo.
Es muy posible que dentro de tres o cuatro meses, incluso manteniendo el ritmo actual de vacunación, el gobierno llegue a inmunizar a un tercio de la población total del país, incluyendo a todos los grupos de riesgo, lo que implicaría empezar a dejar atrás la crisis sanitaria. Pero cuando las aguas de la pandemia bajen (si es que bajan) quedará en primer plano una situación económica y social que, de subsistir en el tiempo, puede tener consecuencias impredecibles en términos políticos. Por el momento, no pareciera que la oposición de derecha, fragmentada y errática, esté en condiciones de derrotar en las urnas al oficialismo. Pero la deuda de este gobierno con los sectores que más sienten el peso de la crisis (y que constituyen buena parte de su base electoral) se acrecienta día tras día. Es necesario cambiar ahora, para no lamentarse después.